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Álvaro San Miguel
Viernes, 25 de marzo 2016, 08:08
El cántabro Alberto Rodríguez Martínez fue hallado muerto en su casa de la rue Saint-Jacques el 19 de octubre de 2012. Desde entonces se le conoce como la momia de Lille. Las autoridades francesas calculan, por las últimas cartas que encontraron en el ... buzón, que murió en 1996. Desde entonces, el cadáver del santanderino ha pasado 16 años olvidado por el mundo sobre la cama de una casa-sarcófago, y otros cuatro a la espera de un pariente en uno de los nichos refrigerados del Instituto de Medicina Legal de Lille: dos décadas esperando un descanso digno que por fin parece cercano. Las pruebas de ADN practicadas a dos sobrinos han permitido confirmar de manera indubitada la identidad del cadáver, de modo que el fiscal del Tribunal de Lille, Christophe Amunzateguy, ha firmado el permiso de defunción.
Los herederos podrán al fin enterrar o incinerar a Alberto y darle un funeral. Un paso que lejos de poner fin a un culebrón que hechizó en su día a la prensa francesa, abrirá el tedioso capitulo del reparto de sus posesiones, que aún están por definir. Pero más allá del misterio de su vida y su muerte, la historia de la momia de Lille suscita una pregunta incómoda que retrata a la sociedad en la que vivimos: ¿Cómo es posible que una persona desaparezca y nadie la eche de menos durante más de quince años, hasta que unos técnicos municipales en busca de una fuga de agua encuentran su esqueleto por casualidad postrado sobre su cama?
Un pintor exiliado
Alberto Rodríguez nació el 7 de agosto de 1921 en Santander. En 1942 huyó de la dictadura, se afincó en Lille y se ganó la vida pintando paredes hasta que se emparejó con una viuda sin hijos que le llevaba 40 años y que le nombró heredero universal de todos sus bienes. Cuando la mujer falleció en 1971, a los 90 años, el cántabro heredó no menos de tres inmuebles y una importante suma de dinero repartida en varias cuentas bancarias. En 2012, su cuerpo momificado apareció en una de esas casas. Estaba vestido con un pijama de rayas grises.
En un primer momento, se afirmó que Alberto Rodríguez había fallecido en posesión de una pequeña fortuna, fruto de su relación con Lucie Chanat, viuda de Emile Caron, dueño de una casquería. En su testamento, la viuda le nombró único heredero de la casa en la que fue hallado, de otra vivienda en el Vieux-Ville en el número 3 de la calle de Patiniers, sobre una espléndida plaza, de un inmueble entero en Fives ocupado en la actualidad por un banco y quizá de más bienes en la región de París.
El fiscal Frédéric Fèvre, encargado de la investigación, no tardó en frenar las esperanzas de sus posibles herederos: «Si alguien piensa solucionar su vida con una herencia considerable quedará decepcionado. No es verdad que fuera rico. Era alguien más bien modesto». Al parecer, según explicó el fiscal, «vendió dos de los tres bienes para pagar las exequias y los derechos de sucesión. En el momento de su muerte no tenía más que la primera casa, donde fue encontrado muerto». Una casa bastante excepcional, según los medios franceses.
Se trata de un edificio de estilo Art Dèco construido en 1880 que sirvió de casa de citas en un barrio que fue centro de prostitución, pero que hoy es una de las zonas más cotizadas de Lille. Según desveló el diario Le Monde, Alberto se había citado el 30 de abril de 1991 en una notaría con una profesora de alemán a la que se había comprometido a venderle el inmueble por 350.000 francos.
La prensa francesa, tanto Le Monde como La Voix du Nord, coinciden en que ahora los dos sobrinos, herederos legales según su la prueba de ADN, podrán acceder al registro notarial y verificar la existencia de una última voluntad. El diario de tirada nacional, tras hablar con los abogados de los sobrinos, señalaba además que es probable que vendan la casa del número 9 de la rue Saint-Jacques donde Alberto pasó los últimos años de su vida y los 15 primeros de su muerte.
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