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Los dos jóvenes que protagonizan este reportaje tienen muchas cosas en común: una edad parecida -20 años él y 21 ella-, sendos episodios de acoso escolar a sus espaldas y la necesidad de pasar página y olvidar el «infierno» que vivieron. Por ello, acceden ... a entrevistarse con este periódico. Lo hacen con nombres ficticios: Felipe y Pilar. Escuchar sus testimonios en primera persona resulta desgarrador.
«Los acosadores empezaban de poco en poco y luego iba a más». Era la manera de tantear a la víctima, de ver si era lo suficientemente débil, si soportaría la vejación sin revolverse. Así que los apodos terminaban por convertirse en insultos, los golpes se transformaban en palizas y entonces llegaba lo peor. «Me insultaban por los pasillos, me llamaban de todo: 'hijo de puta', 'nunca debiste haber venido aquí porque ya nos conocemos todos'... Para un chaval de 13 años como yo en aquel entonces, imagínate». Felipe lo recuerda fríamente, pero se frota las manos con inquietud. La herida está cerrada, pero queda la cicatriz.
«Un día me encerraron en el baño, no me dejaban salir. Entonces empezaron a darme entre ocho, y así estuvieron hasta que se aburrieron». En aquel episodio a alguno se le ocurrió rematar la faena atacándole con una tapa de váter. Le abrió una brecha en la cabeza y tuvo que ser atendido en el hospital.
Felipe | 20 años
Pilar | 21 años
Felipe comenzó a cubrirse con una coraza emocional. Una peligrosa coraza. Porque cuando llegaba a casa y su madre le preguntaba por qué estaba triste, él arremetía violentamente contra ella. Era su manera de canalizar la ansiedad y la frustración. «No supe hacerlo de otra manera», asegura. En la Asociación Tolerancia Cero le enseñaron la manera de reenfocarlo y ahora es una persona nueva. «Con mis heridas, pero nuevo». Es, quizá, el mensaje más repetido por ambos: «De esto se sale, aunque cuesta trabajo, mucho trabajo».
A Pilar aún le queda camino por recorrer. A ella nunca le pusieron la mano encima; pero no hizo falta porque a veces el sufrimiento emocional puede ser mucho más duro que el físico. «Me llamaban puta, zorra, guarra que no te lavas. Me insinuaban que mis padres no me querían...». Cuando se enteraron de que su padre se había quedado en el paro se acostumbraron a tirarle la comida al suelo. «Me llegaron a decir que los pobres debíamos comer en el suelo», relata la joven. Las crueldades duraron hasta que se cambió de centro, frustrada porque a nadie parecía importarle su situación. «Había una profesora que incluso hoy ostenta el mayor cargo de responsabilidad en el centro, que jaleaba a los compañeros cuando se metían conmigo. Me llegó a decir en medio de la clase que era una vaga y que algún día me iba a ver pidiendo en un supermercado. ¿Cómo se va a solucionar este problema si quien tiene que ocuparse de ello no sólo no lo hace, sino que lo anima?», denuncia Pilar.
El mayor problema es ese, coinciden. «Los profesores no denuncian porque aquí todo el mundo quiere ser pluscuamperfecto y que el centro esté limpio de acoso; pero es que no entienden que no tiene por qué ser culpa de ellos y que son cosas que pueden arruinarle la vida a alguien», relata ella.
En la Asociación Tolerancia Cero conocieron a otros 'iguales'. Gente que había pasado por los mismos traumas. «Te das cuenta de que hay mucho en Cantabria aunque no se vea, porque muchos centros lo ocultan o hacen caso omiso», defiende Pilar. El argumento más extendido es que 'son cosas de niños'. Pero la crueldad de algunos episodios pone los pelos de punta.
El impulso primero, cuando alguien sufre este tipo de ataques, es responder con la violencia. «Si no lo haces en el colegio contra alguien más pequeño, lo haces en casa. Y al final es un círculo vicioso. Alguien debería poner otras soluciones», reclama Felipe.
Cuando piensan en las posibles soluciones al acoso escolar centran el tiro en dos ámbitos: «Evitar el silencio es lo más importante. Si los compañeros callan y si los profesores callan, estamos todos perdidos. Hay que denunciarlo, hacerlo público, visibilizarlo. De lo contrario la víctima se siente desamparada y le come el miedo», explica Pilar.
Luego hablan de la reeducación. De la necesidad de que el acosador sea consciente del daño que está haciendo y de que tenga la posibilidad de enmendarse, «porque no todo el mundo es definitivamente mala persona, que las hay», coinciden.
Proponen la puesta en marcha de un centro de reeducación orientado a acosadores. Donde todos esos menores, que necesitan alimentar su autoestima menoscabando la de los más débiles, aprendan a controlar sus emociones. Donde, según defienden los expertos, se eduque también a los padres, que muchas veces proveen a sus hijos de todos los lujos materiales pero olvidan la vertiente emocional.
Una vez se han desahogado, Pilar y Felipe acceden a retratarse para este reportaje al otro lado de un cristal traslúcido. «No queremos que se nos reconozca pero queremos contar nuestra historia. Lo importante no somos nosotros sino lo que nos ha pasado. Hay muchos nosotros y hay que terminar con ello», concluyen.
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