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La palabra padre nunca la supe pronunciar ni entender hasta que apareció en mi vida Guillermo». Es una declaración sincera, escrita con el corazón. Amor de hija en estado puro. María José Lavín trata de digerir la marcha de su padre, que falleció el pasado 26 de enero a los 77 años de edad. Llegó a su vida cuando ella ya tenía siete años, y la cambió. Encontró una figura que la guió, dio cariño y sirvió de ejemplo.
Guillermo Lavín Martínez nació en Santoña, en el seno de una familia numerosa. Eran once hermanos. Desde pequeño tuvo que tirar de astucia para salir adelante porque eran demasiadas bocas a alimentar. Llegó a pasar hambre y tuvo que buscarse la vida. Nunca le faltaron recursos ni ingenio. «Recuerdo que me contaba muchas anécdotas de lo que tuvo que hacer con sus hermanos para llevarse algo al estómago», cuenta María José. «Tenían controlado a un perro, al que todos los días los dueños ponían una cazuela con comida. Empezaron a quitársela hasta que un día desapareció. El pobre se había muerto de no comer», añade. Un relato del que tampoco presumía Guillermo porque lo hicieron por una mera cuestión de supervivencia. «Otra vez les pillaron robando en una tienda de comestibles. ¡Les delató un loro!», relata su hija. «Iba con uno de sus hermanos y a mi padre le daba miedo saltar una valla para poder entrar. Su hermano empezó a llamarle 'Quiqui, cagón'. Por lo visto, había un loro dentro que, al escucharlo, empezó a repetirlo sin parar y los delató», continúa. «La broma les salió cara porque les enviaron a un reformatorio en el País Vasco», recuerda María José.
No tardaron en escaparse. Guillermo se fue a la mar de muy joven. Con apenas doce años comenzó a trabajar en un barco de pesca. Fue más que un empleo, una pasión. Pasó muchos años faenando en diferentes embarcaciones de Guetaria, en Guipúzcoa. Regresó a Santoña en su última etapa laboral. Se jubiló con 55 años siendo sotapatrón, aunque el salitre se le quedó pegado al alma. «No exagero si digo que los siguientes diez años los pasó yendo al puerto a diario, no perdonaba. Yo creo que iba para controlar si se había movido el barco un centímetro, si la tripulación había salido a faenar, charlaba con sus excompañeros... No sabía vivir sin la mar y sin la pesca. Habían sido su pasión», añade.
Guillermo entró en la vida de María José cuando se casó con su madre, Rosalía. Ella tenía siete años. De ahí, el amor que desprende el escrito con el que le despidió. «Me dio la figura de ese padre ejemplar que nunca conocí. Fue también un buen amigo y supo estar ahí cuando le necesité», escribió en la penumbra de la madrugada en la que le comunicaron su fallecimiento.
Guillermo era reservado, quizás por la costumbre de la soledad de las labores en la mar. Tanto tiempo solo, ensimismado en sus pensamientos mientras faenaba, le forjó ese carácter, aunque María José reconoce que en el calor del hogar «era cariñosísimo». Veía fútbol en la televisión -seguía al Real Madrid-, pero lo que más le gustaba era leer. Devoraba todo tipo de libros que tuvieran que ver con el mar. «También se le daban muy bien las matemáticas, era un hacha. Pero nunca le pregunté donde aprendió lo uno y lo otro porque no tuvo tiempo para ir a la escuela. Fue un autodidacta. Era muy inteligente», reconoce su hija.
Otro aspecto que recuerda de su padre es la buena salud de la que siempre gozó. «Tenía una fuerza impresionante. Si tocaba un interruptor, lo rompía. Mi madre se desesperaba con él», cuenta. Siempre gozó de buena salud. Fue de esa generación, cuenta su hija, que apenas enfermó: «Nunca se vacunó de nada, tampoco tuvo fiebre ni cogió ni una gripe ni un catarro», recalca. El año pasado sufrió un ictus. Estuvo dieciséis días en coma, pero consiguió superarlo. «Salió algo tocado, pero finalmente lo logró. A todos nos dejó sorprendidos», explica María José.
Lo que nunca perdió fue el apetito. Ya de mayor le diagnosticaron diabetes. «No se controlaba mucho, la verdad. Se pinchaba la insulina pero comía todo lo que le apetecía. Recuerdo que se sentaba a ver los documentales de animales de La 2 después de comer y las natillas o el postre nunca le faltaban», subraya. «Si he de morir, mejor con la tripa llena», solía repetir a los suyos. También en Santa Clotilde, donde estuvo ingresado hasta su fallecimiento, lo pudieron comprobar. «Le tenían que dar dos platos de puré y arramplaba con todo lo que le llevaras», subraya su hija.
Una neumonía que se complicó y el covid -o al revés, María José no lo tiene claro- se lo llevaron antes de tiempo. Los suyos tratan de superarlo y de hacerse a la idea. No es fácil. Para su hija -tuvo tres-, por la figura tan importante que supuso en su vida. «Le recuerdo y se me llena el alma. Por lo que me dio y por lo que viví junto a él», escribió la noche de su fallecimiento. «Le agradeceré siempre haber sido su hija. Espero haber sido también buena para él», enfatizó. «Le recordaré orgullosa por su fuerza y valentía, por ser mi padre. Nunca te olvidaré», concluyó.
Correo electrónico de contactoSi ha perdido a un ser querido y quiere contar su historia, puede escribir al correo: homenaje@eldiariomontanes.es
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