El alcalde masón
Leyendas de aquí ·
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Lino de Villa y Ceballos fue, de acuerdo con el mito de la época, el primer y único alcalde masón conocido de SantanderLos masones también pasaron por Santander. Quién sabe si incluso lo fundaron. En realidad aquí siguen, y no tienen ningún inconveniente en que se sepa, porque han permitido que se publique un texto que a buen seguro ya leyeron en tiempo real mientras yo tecleaba estas palabras en el ordenador. De hecho, muy probablemente ahora lo esté leyendo un masón que dirige en la sombra los destinos del mundo y, con él de Cantabria. O una masona.
Es probable que los masones llevan en Santander muchos, pero que muchos años. Más incluso que lo que alcanzan a abarcar los archivos que ellos mismos crearon. E incluso más que los archivos secretos que solo ellos conocen. A estas horas seguramente la logia de los masones montañeses, o como quiera que se llame, tenga archivados los nombres de los pintores de Altamira junto a la biografía de Corocotta, la partida de nacimiento de Juan de la Cosa y las coordenadas exactas del Portus Victoriae romano, que solo un buen masón sabe si se corresponde o no con el Santander actual. Pero como les gusta jugar al misterio han dejado pocas huellas de Lino de Villa, al alcalde masón de Santander. Las suficientes para hilar la historia, pero nada más.
Porque incluso la más secreta de las sociedades deja a veces alguna pista, seguro que de forma intencionada. Los masones no necesitan convertirse en alcaldes o en presidentes para dirigir una sociedad; les basta sencillamente con ser masones, pero por alguna circunstancia a mediados del siglo XIX les apeteció presidir el Ayuntamiento, que se levantaba entonces en la Plaza Vieja, sobre el solar que ahora ocupa el edificio de los sindicatos en el cruce entre Santa Clara y Rualasal. Cumplió esa función hasta principios del siglo XX, cuando se construyó la primera fase de la Casona contemporánea. Desde entonces y hasta que las llamas primero y la especulación después lo echaron abajo en 1941 sirvió como juzgado.
El caso es que en 1881 fue elegido alcalde de Santander Lino de Villa y Ceballos, según una leyenda un distinguido masón del que el Ayuntamiento de Santander conserva su retrato de la época de su mandato, con su rostro enjuto, bigote poblado y pelo ligeramente cano.
Lo que sí se sabe es que nació en Beranga, que tenía el título de conde de Trasmiera y que era heredero de una buena fortuna, tanto como para construir en 1872 una suntuosa casa en uno de los últimos solares libres de La Rivera (Paseo Pereda); en concreto en el número 25, al lado de la que tres años después se construyó Emilio Botín. Marcó así el camino con bastante más de un siglo de antelación al Centro Botín, el Centro de Arte del Santander y el resto del club Hildelburg cántabro.
La fachada de su residencia estaba decorada, también de acuerdo con el mito, con evidentes símbolos masónicos que se eliminaron en 1937, con la caída de Santander durante la Guerra Civil y la consiguiente entrada en la ciudad del ejército nacional. En su obsesiva cruzada –también– antimasónica se eliminaron todos los signos evidentes de la logia (por qué los masones lo permitieron es aún otro enigma) a pesar de que, según cuenta otra leyenda urbana, sirvió para que un puñado de falangistas salvaran la vida durante la contienda civil cuando se refugiaron en ese edificio durante el periodo republicano.
¿Que cómo fue eso posible? Resulta sencillo imaginarlo. Como buenos masones, estarían infiltrada en ambos bandos, y quizá las fuerzas del Frente Popular decidieron respetar el edificio de sus colegas de logia. Después la familia de De la Riva se ramifica y llega hasta el siglo XXI aún con algunos títulos nobiliares, aunque ni rastro, al menos superficialmente, del Condado de Trasmiera.
Casado con Isabel López de la Sota, hija de los condes de Campogiro, descendiente de indianos y con fama de tipo iracundo, fue alcalde durante dos años; hasta 1883. Se mostró especialmente preocupado por la paz social, prohibió los espectáculos populares y los buhoneros en la Plaza Vieja e impuso un férreo orden público que comprendía multas por blasfemar.
Promovió también una suscripción popular para erigir un monumento al marqués de Comillas, otro indiano como él, aunque este con muy mala fama por el tráfico de esclavos, para el que según otra leyenda urbana –otra más– Alfonso XII aportó 5.000 pesetas, pero que nunca se llevó a cabo y se desechó definitivamente en 1890, cuando se devolvió el dinero a los donantes. Tampoco se sabe si Alfonso XII pidió sus mil duros de regreso; si es que al final los había puesto. Y ya es demasiado tarde para preguntarle a Fernandito.
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