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«No se pierde una», comenta el dueño del bar al ver a Ángel Cuevas en la foto de portada de El Diario Montañés, junto a medio centenar de empresarios, montando la última bronca en la sede de la Consejería de Economía y Hacienda para exigir el pago de las ayudas al ocio nocturno. Razón no le falta: en los dos últimos años ha tirado más de pancarta y ha participado en más concentraciones que muchos sindicalistas veteranos, defendiendo los derechos del gremio en un complicado escenario de pandemia frente a una Administración –local, regional, estatal– que nunca antes había manejado tanto poder.
Ahí ha estado, inconfundible con esa pelambrera blanca y rebelde, en protestas con llamativa puesta en escena: un día tiraba, con otros colegas, las llaves de su negocio ante la sede de la Consejería de Sanidad; otro, se plantaba allí mismo destrozando la vajilla para quejarse de que siempre es el hostelero quien paga los platos rotos. Han ido con soga al cuello y ataúd a Peña Herbosa, para advertir al Gobierno de que los estaba matando; también han sacado las camas a la calle, por los hoteles vacíos de huéspedes, y han paralizado Santander con manifestaciones motorizadas y rabiosos bocinazos.
Seguro que ni el propio Ángel Cuevas (Queveda, Santillana del Mar, 1961) imaginaba verse metido en algo así cuando accedió a la presidencia de la Asociación Empresarial de Hostelería de Cantabria (AEHC) allá por 2015, cuando las inquietudes del sector eran muy distintas y su ambición, siguiendo los pasos de su predecesor, Emérito Astuy, se veía colmada con aumentar la cifra de asociados y mejorar las ferias de día.
Cuevas llegaba al cargo con el aval de una larga y exitosa trayectoria profesional que inició desde abajo, con 16 años, empleándose como camarero en la desaparecida Taberna de Moisés, en El Sardinero. Allí estuvo un par de años, hasta que sus padres abrieron un restaurante, San Andrés, cerca de las Cuevas de Altamira. Aquel fue el origen de un próspero y creciente proyecto empresarial familiar al que se fueron sumando primero una cafetería-restaurante y un hospedaje en Santillana del Mar y, posteriormente, un hotel de cinco estrellas en esa misma localidad, otro hotel de la misma categoría en Suances, donde también regentan unos apartamentos turísticos, además de explotar otros negocios hoteleros en Liérganes y San Vicente de la Barquera. De este hombre de familia, con dos hijos –chico y chica– y tres nietos, se conoce su afición a los coches –tiene uno preparado para rallies y es también orgulloso propietario de un Ferrari–, y sus vecinos de Suances están acostumbrados a verle pedaleando por las carreteras de la zona.
Al presidente de los hosteleros cántabros, la irrupción del covid le pilló con el paso cambiado, como al resto del mundo, pero reaccionó rápido: antes de que el jefe del Ejecutivo español, Pedro Sánchez, decidiera declarar el estado de alarma él ya había recomendado a los suyos bajar la persiana de los negocios por precaución. Era el 14 de marzo de 2020 y nadie sospechaba la que se venía encima.
«Ha sido cuestión de desgaste», dice una estrecha colaboradora de Cuevas para explicar cómo aquel hombre resignado se ha transformado en el líder carismático que ahora se revuelve con fiereza ante cualquier decisión del Gobierno que dañe a los hosteleros. «Llegó un momento en que vimos que éramos los paganos, que las restricciones siempre afectaban al mismo sector y que se nos criminalizaba. Siendo el 13% del PIB de Cantabria merecemos más respeto».
También han contribuido a agotar la paciencia un excesivo rigor en la aplicación de restricciones –al menos en comparación con otras comunidades que finalmente han cosechado unos resultados sanitarios similares–, cierta falta de coherencia en los mensajes –como cuando se animaba a los ciudadanos de otras autonomías a escaparse a Cantabria antes de que cerrasen sus límites–, y alguna sonada metedura de pata –el almuerzo 'solo para socialistas' con Illa en la Filmoteca, cuando los interiores de los restaurantes permanecían clausurados y, sobre todo, la pillada a Miguel Ángel Revilla durante su comida en un reservado, con puro incluido, mientras el resto de los mortales se pelaba de frío en las terrazas–.
Quienes lo critican le reprochan su continua confrontación con el Gobierno regional –al que ha parado los pies unas cuantas veces en los tribunales en su afán de limitar actividad, aforos y horarios– y añoran las dotes diplomáticas de antecesores como Miguel Mirones o Indalecio Sobrino. Quienes lo apoyan, reconocen su esfuerzo reivindicativo y la efectividad de su estilo duro: un día después de su protesta ante Economía, los dueños de discotecas han empezado a cobrar.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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