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Lo confieso ya no tomo ansiolíticos. Una mañana me extrañé despertándome a carcajadas. Ni erecciones ni poluciones. Uno, que no se ríe nunca, vio un nuevo deslumbramiento en el horizonte, una transparencia, una luz al final o al principio del túnel, o ambas. Me encontré la realidad, sucia o no, encerrada en una caja desnuda, en formato panorámico, muda pero elocuente, clara, sencilla en la apariencia y contundente. Desde entonces, ya no tomo ansiolíticos, sólo me medico ‘Ansolalíticos’. Esa pequeña píldora de eficacia comprobada, a prueba de titular bomba, que te engrasa la mandíbula, te hace rechinar los dientes o provoca un espasmo de lucidez.

Ansola mira a su alrededor y ve papel mojado, conservadurismo reciclado y mantras de mantas. Lo suyo es eco-grafía, eco-política, eco-chismo-grafía, eco-chisto-grafía. Cada mañana abre su particular ventana indiscreta, que resulta ser pliegue, resquicio, mirador, cerradura, claraboya y transparencia desde la cual somos otros vouyeurs privilegiados asomados a eso que llaman actualidad, los modernos, relato, y los que solo pedimos un rapto de claridad, denominamos complicidad para discernir, desbrozar y desnudar el mundo, nuestro mundo.

Si las escuelas, palabra noble, -hoy centros escolares-, fueran de verdad espacios educativos, el alumno empezaría la mañana con El colegial de Buster Keaton, un poema de Benedetti, una lectura de Voltaire y como actividad extreaescolar una viñeta de Ansola. Uno imagina a ese niño que al volver a casa plantearía preguntas incómodas, ejercería de ciudadano libre y practicaría la única asignatura que refleja aquello de que el saber no ocupa lugar: el sentido crítico. Como el difunto Forges, como el maestro El Roto, los de Ansola son chistes en serio, brotes de luz y trazo, universidad de la vida y mirada, sobre todo ese saber mirar las cosas para devolvérnoslas intactas pero pasadas por un cedazo depurado, higiénico y oxigenado por esa patina de vida y alumbramiento que es el humor.

Ansola es ese tipo invisible que vive de la invisibilidad y se ha convertido en esa costumbre cotidiana que zarandea la rutina, agita lo previsible y reinventa la capacidad de ver más allá de las apariencias. Paisaje humano, densidad, capacidad para escuchar (algo casi perdido) sexto y séptimo sentido para recoger el latido colectivo y todo ello atravesado por ese barniz jocoso, subliminalmente divertido y rotundamente caricaturesco.

Y, sin embargo, Ansola se las ingenia para que nunca haya maldad ni dibujo con saña. Nuestro quijote pejino de lápiz en ristra y cabalgadura desnuda monta a lomos de esa realidad que atrapa en un arrebato de meditada vuelta de tuerca.

No todo el mundo puede colarse en una viñeta de Ansola. Aunque no se lo crean hay que merecerlo. Por ejemplo, ser más papista que el papa, pulular como un saltimbanqui obsesinado con la inmediatez, ser un zascandil político (perdón por el sinónimo y la anáfora) o ser uno de esos candidatos a...dispuesto a meter la pata una y otra vez hasta desafiar el share de la estupidez.

Pero qué es un Ansola. Es la realidad exprimida y asfixiada que adquiere un nuevo vuelo entre la ternura, la lucidez y lo lúdico, un huecograbado en el que ahondamos y siempre encontramos algo de nuestra debilidad, de nuestra frágil humanidad. Ansola desmonta la pomposa bobería nacional y cántabra, desvela el fingimiento de los políticos y crea un ecosistema donde lo cotidiano es una galaxia de asombros y sonrisas. El mundo de este laredano que cuando cruza a Santoña se cree Elcano no es conciente de que cada mañana nos descubre, nos coloniza y nos conquista.

Saber vivir es partir de la duda, poner en entredicho absolutamente todo, compartir certezas y jugar al escondite con los mandamientos, las órdenes y las reglas. Ansola es un transgresor travieso que juguetea con todos ellos y deja en evidencia a los creyentes que nunca admitirían a ningún escéptico en sus filas.

Ansola es ese muñeco diabólico dispuesto a desnudarnos por dentro porque por fuera es demasiado fácil, es esa amantis de imprenta y personaje, de ingenio y locura, de gente y lectura, de gestor a portavoz y tiro porque me toca que nos toca y hiere. En un Ansola (lienzo callejero, editorial nunca casual y artículo de cuaderno de bitácora de la actualidad, photoshop de guapos de salón que hacen cosas feas y bolígrafo de colores sobre una realidad gris), hay más palabras insinuadas y justas que en un poema minimalista y hay más textura que en un cuadro de moda.

Ahora sería inconcebible El Diario sin Ansola. Ese dime quién eres matinal y te diré cómo te retrata nuestro ilusionista de viñeta y titular. Ansola es el bolero de un onanista que juega a apagar y encender la noticia, un mago que dibuja nuestro entorno con momonosílabos de lapíz y color, con la caudalosa seguridad y certificado de garantía de quien recorta, perfila y aguarda a que la política y la sociología queden encerradas en su particular cajita de lenguaje, de anunciacion de lo viejo y denuncia de lo falsamente nuevo. Si ahora juntáramos la tira de tiras de Ansola, ¿qué saldría? Pues una crónica, una disección de lo sucedido, tan jerarquizada y estilizada que décadas después deslumbraría en cualquier hemeroteca, sea cual sea el soporte. Pero saben lo que de verdad se impone: una película de animación sobre esa Cantabria asomada al ansolismo como una nouvelle vague, una opera prima donde el travelling del dibujante nos reflejara con nuestras grandezas y miserias en una planoviñeta interminable.

Ansola interpreta y nos interpreta porque no hay viñeta (buena) que no conlleve filtro, querencia, sutilidad, visión, elogio de la diferencia privilegiado y talento. Hace ya años que hemos aprendido a vivir, a convivir, en ese espacio diario y popular, que no populista, libre y agudo, habitado por criaturas reconocibles, con mucho de nosotros y otro tanto de lo ajeno. Criaturas de papel, sí, que en ocasiones son más humanas que sus espejos reales. Entre lo coloquial, las voces raptadas, el costumbrismo quevediano y el oído fino, Ansola no deja escapar ningún conflicto huérfano, ni gestor huidizo ni culpable con cara de no haber roto un plato. Mordaz, ácido, vitriólico, pero también extrañamente familiar y provincianamente global. El esperpento se vuelve normal para que lo asumamos. Lo anormal se interioriza en cotidiana normalidad. Hay sarcasmo, chiste, voracidad risueña y broma. Ansola aglutina el ansolalítico y nos cura de tanta fragilidad. Desde la mirada inteligente y el brillo medido de una silenciosa aguja el dibujante se clava en lo fugaz y estrecha el acero sobre el titular.

No hay ofensa ni desprecio en sus viñetas, sino estilete fino, respeto al irrespetuoso caradura y corte de trazo a quien se olvida de los demás. El humor como herramienta, sí, perto sobre todo como filosofía de vida, un ejercicio de vida y libertad que hace de un oficio una manera de ver el mundo.

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