«Tuve que aprender a respirar»
Despertar en la UCI covid ·
Los pacientes más graves relatan su experiencia en la unidad de Valdecilla: así atravesaron la puerta de la enfermedadSecciones
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Despertar en la UCI covid ·
Los pacientes más graves relatan su experiencia en la unidad de Valdecilla: así atravesaron la puerta de la enfermedadCuando la ambulancia fue a su casa, José Manuel Galonce cogió el libro que estaba leyendo y se lo llevó con el resto de cosas que podía necesitar para su estancia en el hospital. «Lo había leído hace tiempo, pero le gustó tanto que lo había vuelto a empezar», recuerda su mujer, Milagros Bartolomé. El ejemplar de 'Patria' tenía el marcapáginas por la mitad. Era el día 6 de octubre. Hoy, dos meses y medio después, José Manuel aún no puede leerlo. ¿Qué sucede cuando los enfermos covid acaban ingresados en el UCI? ¿Qué hay detrás de esas puertas a las que solo se accede con EPI? Vidas. Lo que hay son vidas. Las de aquellos pacientes que entran con tanta dificultad respiratoria, que no recuerdan cómo es la puerta de entrada al pabellón habilitado para la pandemia.
«No me digas cómo llegué, pero pasé allí dos semanas en coma inducido. Tuve sueños. Soñé que me ahogaba, que estaba en un sitio cerrado. Pero recordar, no recuerdo nada». Felipe Bada habla desde el restaurante que regenta en Santander donde ha vuelto a meterse en la cocina, «aunque aún tropiece y me haya caído un par de veces».
La primera ola le arrastró y acabó en la UCI en plena pandemia: «Nada más llegar al hospital me hicieron unas placas, y mientras esperábamos los resultados me subieron a la planta. Ya me estaban colocando el oxígeno en la cama cuando alguien dijo: para abajo». Y abajo era la UCI. Sólo recuerda que «había un chico que iba por delante abriendo puertas». Era el 2 abril. Dos semanas después se despertó del coma inducido, sin poder mover el cuerpo, sin masa muscular y con veinte kilos menos. Ponerse en mandil de cocinero es ahora una forma de resistencia, porque casi dos meses después de haber ingresado, el 20 de mayo le mandaron a casa sin poder andar todavía. «Tuvieron que enseñarme a respirar otra vez, solo no podía», dice, y menciona el nombre de Lucía, «¿o esa era otra chica de abajo?» Ojalá recordar a todas las personas que le ayudaron, dice, por eso «manda por esas líneas las gracias a todos ellos».
Hasta ahí llegan los estragos de un virus que por cada embiste en el cuerpo encuentra un despliegue de fuerzas sanitarias que trata de compensar sus efectos. Las UCI son las unidades del hospital que más personal requieren. La atención es 24 horas al día, los siete días a la semana; en total, 250 personas entre médicos, enfermeras, auxiliares, celadores, personal de limpieza y administrativos. En Valdecilla hay una sala con seis puestos, otras dos con otros doce cada una y el pabellón quince, que se ha habilitado para hasta 18 puestos más. Cada box es de unos 15-20 metros cuadrados. Pero los que ocupan ese espacio no mencionan las dimensiones de lo físico, sino las voces, el tacto del EPI del personal que les atiende y les pregunta, la visión de las otras camas, su atención constante.
Milagros Bartolomé recuerda la primera vez que entró a ver a su marido casi un mes después de que ingresara. «Reaccionó con los ojos, le cogí la mano, pero no podía moverse ni hablar», dice. Cuando vio la UCI, lo que había alrededor, se dijo: «Madre mía, ¿esto qué es?». El horror, y los EPI, el mismo que ella se había tenido que colocar y del que, lejos de mencionar su incomodidad, lo que le sale es «¡cuánto aguanta la gente del hospital que lo lleva, lo incómodo y agobiante que es! Y ellos aguantan horas a diario con ello».
¿Y cómo aguantan el desgaste emocional, las llamadas diarias que realizan a los familiares como Milagros, que vivía cada día pendiente del teléfono a recibir el parte? «Siempre intentaban decirme que mi marido estaba respondiendo bien, que estaba luchando», dice, y confiesa que los primeros días tenía que grabar esas llamadas porque su cabeza era incapaz de asimilar lo que estaba pasando: sola en casa, y con la voz de un médico al otro lado como prueba de vida de su marido. «Es un luchador, y dos meses después ha empezado a mejorar». De hecho, fueron los propios médicos los que pidieron a Milagros que fuera a estar con él, porque tras sus visitas, la mejoría de José Manuel era evidente. «Y así lo hice».
Después de dos meses en el pabellón 15, ahora lleva dos semanas en planta, y le hace ejercicios ella misma en los brazos, y él, con esfuerzo, ya puede hablar un poco, y ha intentado escribir una nota a sus nietas: «No se entiende nada, pero es un gran paso», dice con el orgullo atemorizado, pero sin restar un ápice de brillo a los logros de su marido, que necesitará al menos hasta Año Nuevo para empezar la rehabilitación. «Y luego ya veremos qué pasa», añade, «porque lo peor de la recuperación aún está por llegar». Por ahora, la prueba de que su marido vuelve del lugar donde la enfermedad le había arrastrado es 'Patria': «Estoy feliz porque me ha pedido su libro, es la prueba de que va mejor».
A Marta Ruth Sarmiento, sin embargo, no se le quita el nerviosismo cuando oye el acrónimo UCI (Unidad de Cuidados Intensivos). Ingresada en la 7ª, bajó derivada del Hospital Sierrallana, adonde había sido derivada desde Reinosa el 30 de noviembre. «Empezó con una tos, pero después no podía moverme de la cama, y no tenía ningún otro síntoma, nada de fiebre». Las placas revelaron la razón de su malestar, y cuando la ambulancia la trasladó a Valdecilla, se asustó: «Me daba muchísimo miedo que me entubaran y me durmieran por si nunca más volvía a despertarme», explica para referirse a los nervios de la llegada a la UCI, una situación que recuerda borrosa. «Qué valía tiene la gente que trabaja ahí, y con todo lo que llevan puesto, sin parar... Ay, gracias a Dios», dice eludiendo lo que prefiere no mentar. «Me daba tanto terror no despertarme», y recuerda entonces que el médico le tomó la mano y que le estaban haciendo una incisión, y el médico le hablaba y también era colombiano, y de qué parte del país es usted, y entre ballenatos y salsa y bailes transoceánicos, la indujeron el coma. «Cuando me desperté, me felicitaron, había luchado. Después, el tiempo que pasé allí abajo pensaba en mis hijos, en mi familia de Colombia, no quería móvil ni nada, sólo pensar en ellos porque la experiencia ha sido demasiado grande». Ahora ya en planta habla con todos por Whatsapp, pero en esa aparente normalidad no hay espacio para pensar en la Navidad: «Para mí este es un mes cualquiera, no es diciembre», dice a pesar de haberse definido varias veces como profundamente religiosa. «Ahora no toca celebrar», añade, y al toser, el sonido de su pecho funciona de argumento que no requiere explicación.
Y ahora, ¿cómo se asoman a la normalidad después de haber estado al otro lado de la puerta? Los pacientes, sus familiares, los médicos que asisten al debate sobre si deben ser diez o sobre toques de queda ampliados o comunidades autónomas con distintas velocidades en las restricciones. «En mi casa no estoy de acuerdo con que se celebre una fiesta ahora. Lo que cuenta es estar vivos para hacer esas fiestas, las que sean, cuando toque», dice Milagros Bartolomé, que ya tiene preparado el libro para llevarle a su marido. Que lea esas primeras líneas. Que sostenga la mirada en el papel. Que respire, en realidad. «Hasta que no te toca de cerca no valoras lo que está pasando, veo mucha irresponsabilidad y mientras esto vaya así no vamos a conseguir nada».
Y habla del miedo que se le ha quedado dentro: «Lo hemos llevado como Dios manda, es decir, no he pisado una gran superficie, no quedamos con nadie, paseamos sólo en las horas con menos gente, no pisamos ni un bar, y aún así lo cogió, así que ahora no puedo llevar una vida normal, porque nadie sabe cómo funciona este virus, el contagio, ni los propios médicos».
La normalidad de Felipe Bada pasa por su negocio: «Este verano vine a trabajar en julio y agosto. Cogí el alta porque me apetecía volver, y aunque tropezaba con los pies», dice, «prefería trabajar y saber yo mismo si recuperaba o no». Sigue con fisioterapia, pero ahora ya sale a caminar varios kilómetros, y sólo le queda un hormigueo en una pierna y el recuerdo del personal «maravilloso». Que lo demás se mantenga en un olvido inducido.
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