Arteche, la hora del hombre del tiempo
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Jubilación ·
El delegado territorial de la Agencia Estatal de Meteorología deja su puesto tras cuatro décadas de observación y prediccionesPuede que nadie haya reparado en ello –ni siquiera él–, pero es muy posible que, por detrás del de Revilla (por cargo y porque ha dado mucho juego), el nombre de José Luis Arteche (Guarnizo, 1957) sea el que más ha salido en este periódico ... en la última década. Con cada surada, con las trombas de agua, con los temporales... Para contar por qué y, sobre todo, hasta cuándo. Para saber si la Semana Santa venía de manga corta o de paraguas. Si el verano se presentaba bueno (sin llover), malo (lloviendo) o de playa (una expresión tan de aquí como pindio). O para saber si tocaba hacer el reportaje de la importancia de la nieve para la comarca de Campoo. Para casi todo. Porque el tiempo es importante para casi todo y él es el hombre del tiempo en Cantabria. Y ahora ha llegado su tiempo de descanso. Arteche se jubila en marzo. Ojo, tras 44 años en la Agencia Estatal de Meteorología, la Aemet (que, en todos estos años de servicio, ha tenido otros nombres). «Todavía tengo ilusión por mi trabajo, pero también es natural cierto cansancio. Y tengo ganas de hacer otras cosas». Con una única premisa: «Que el reloj no me marque la vida». Tal vez –porque ya lo hizo en su momento– se ponga a cantar en un coro.
Hijo de un trabajador de la Astander, él y sus tres hermanos se sacaron una carrera. Una que hubiera aquí, porque no daba para distancias. Físicas. Acabó en 1980 y no sobraban las opciones de trabajo. No, Arteche no fue un niño que se fijara demasiado en el cielo o en los días de lluvia. Uno que pidiera a los Reyes un termómetro para saber qué temperatura hacía en la calle. No había vocación concreta. «Un amigo me lo comentó. La opción de entrar en el Instituto Nacional de Meteorología. Yo le dije: '¿De qué va eso?'». Y eso fue, de entrada, de preparar oposiciones –que no había desde hace años– para convertirse en Observador de Meteorología, lo más bajo de la escala.
Se ganaba poco –la primera nómina fue de 160,70 pesetas al mes–, pero por allí había gente muy preparada. «¿Qué hago yo aquí?», pensaba a veces. Como cuando a una compañera la vinieron a buscar en plena clase unos tipos de Ericsson. Ella, preparándose para un puesto básico en el que, entre otras cosas, tenía que hacer un examen de mecanografía, estaba diseñando a la vez «el actual sistema de radares que tenemos en España».
Años de estudio, de prácticas. Santander, Oviedo, Madrid... En el 83 llegó la oposición de Ayudantes de Meteorología y en el 86, la del Cuerpo Superior de Meteorólogos. Aprobado. Desde entonces, distintos puestos. Jefe de Sistemas Básicos (aparatos y cacharrería, para entenderse), del Grupo de Predicción y Vigilancia para el norte de España, un tiempo en la Sección de Estudios y Desarrollos (con una labor más ligada a la investigación)... Y desde 2012, delegado territorial.
Todas esas etapas han ido en paralelo a enormes cambios. Háganse una idea. Sólo tres años antes de que Arteche entrara en el Instituto, la tarea estaba en manos del Ejército del Aire (era el Servicio Meteorológico Nacional). Dice, de hecho, que ha vivido dos épocas. Una, «con muy buena gente y en la que se hacía una gran labor con lo que había», pero que olía «a rancio». Con un servicio heredado de los tiempos de la posguerra, anclado en el pasado en las formas y en los métodos. Y otra, de avances. Antes incluso de internet (que también en esto lo ha cambiado todo). El Meteosat, la predicción numérica con superordenadores... «Respecto a esos primeros años en los que empecé, esto que hay ahora no lo reconocería ni su madre», bromea –que lo hace a menudo–.
«Soy un chico que pasaba por aquí, que me ofrecieron trabajar y que ha disfrutado mucho»
«Me debo al público, al que me llame. El carácter de servicio público de la meteorología es clarísimo»
«Entré en un servicio que olía a rancio, anclado en el pasado. Ahora no lo reconocería ni su madre»
«Hay una banalización de nuestro trabajo que hace que muchos sectores no lleguen a ver su beneficio»
Se queda con eso. Con ser testigo de la evolución «y con haber conocido gente brillante». Repasa fotos, nombres de compañeros, viajes... Anécdotas como la de aquella monja que llamó en plena noche a la puerta del antiguo Centro Meteorológico, en General Dávila, al ver banderas e intuir que era un organismo oficial, porque pinchó una rueda. Recuerda las «observaciones extraordinarias» que les pidieron para el Mundial de fútbol de 1982 y el dinerillo extra que les dieron por ello. O la famosa galerna del 7 de junio de 1987 –la fecha la dice de memoria, sin dudar–. Era una de sus «primeras situaciones de pronóstico» cuando los avisos se enviaban por teletipo. Una línea de turbonada prefrontal típica de mares tropicales, precisa. Algo extraño. Cerraron el aeropuerto de Bilbao.
Pensar que los avisos pueden salvar vidas le reconforta. Y le viene a la cabeza estar al teléfono con los responsables del helicóptero de la Guardia Civil de Llanes para precisarles el momento exacto en que podían acceder a un terreno difícil para el rescate de unos montañeros. Cuando la nube dejaba un claro.
También hay espinitas clavadas. Italia, agosto de 1983 –empieza a contarlo casi como hacía Sophia Petrillo en 'Las chicas de oro'–. Estaba allí de vacaciones con su mujer y, al volver (fueron en tren), cuando llegaron a Bilbao, «parecía una ciudad tomada». Fueron las famosas inundaciones y «no tenía ni idea de lo que había pasado, me lo perdí».
Sí que le gusta aquel trabajo al que llegó por casualidad. «Me ilusiono fácil con las cosas y me adapto bien. Trabajar en esto es una suerte. No hay dos días iguales». Suelta hasta una frase que le podría servir si le toca hacer un discurso de despedida: «Yo soy un chico que pasaba por aquí, que me ofrecieron trabajar en esto y que ha disfrutado de una profesión preciosa».
Incluso, pese a que a veces observa una tendencia a «banalizar» la tarea que hacen, a desprestigiarla y hasta a escuchar frases despectivas como un «estos no saben lo que dicen». No es rencor, pero no puede ocultar que le molestó –lo dejó claro en su momento– aquella etapa en la que a Revilla le dio por cargar contra los hombres del tiempo. Habla de cómo usan sus previsiones las compañías aéreas y ahorran «millones». Del transporte, de las mercancías... «Hasta mi amigo albañil, que hace la obra del tejado o de la cocina mirando el viento que va a hacer o si va a llover».
«Si este servicio no hiciera su trabajo podría morir gente. Los avisos salvan vidas y es una pena que, por estas cosas, muchos sectores productivos no hayan llegado a ver el beneficio económico que supone la meteorología. Me da pena que el Estado se gaste un dinero y no se le saque toda la rentabilidad que se le puede sacar, que es altísima. Que al final se quede sólo en si voy a poder ir a la playa». Hace autocrítica. «También es culpa mía». No haberlo explicado mejor.
Y no será por no haber cogido el teléfono. Los periodistas de Cantabria vamos a echarle de menos. Arteche siempre ha devuelto la llamada. «Yo me debo al público, al que me llame. El carácter de servicio público de le meteorología es clarísimo, aunque también se hagan estudios y otras cosas de grandísimo nivel».
Ahora que el móvil sonará menos, piensa hacer ejercicio físico regularmente. Podrá leer más (que le encanta) y salir a caminar con Marisa, su mujer, que también se jubila este año. «Igual hasta me animo a escribir», dice. O a irse a Australia, donde está viviendo uno de sus dos hijos. Va a hacer cosas, eso seguro, pero sin atarse a «compromisos».
En la pared del despacho de Secretaría, pegado al suyo, cuelgan las fotos de las despedidas de un montón de compañeros. Todas con unas letras escritas y unas fechas. Jubilación de Lola, de Sebas, de Juanjo... En unos días habrá que poner otra. Jubilación de José Luis. De Arteche.
–¿Y a partir del día 10 va a mirar por la mañana qué tiempo va a hacer?
–¿Quién no mira el tiempo que hace?
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