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Cuando el avión de Ryanair que venía de Dublín el domingo por la noche llegó al Seve con más de una hora de retraso, la cosa tenía ya mala pinta para los que esperaban aquí con la idea de volar a la capital irlandesa. Once ... de la noche y entre el pasaje corrió como la pólvora la palabra «avería». Confirmado. A partir de ese momento comenzó la odisea para los casi doscientos viajeros (la capacidad del aparato es de 189 e iba prácticamente lleno) y para el personal de tierra de la compañía irlandesa. Tras descartar que el avión pudiera despegar sin el trabajo previo de los mecánicos, casi a la una de la mañana tocó buscar habitaciones de hotel y desplazamiento. En pleno julio, con Santander hasta los topes. Se hizo lo que se pudo. Colocaron a todos, pero de aquella manera. «Me tocó compartir una habitación doble con dos hombres. No nos conocíamos ninguno y había sólo una cama. He dormido en el suelo y tengo la espalda destrozada». Eso decía antes de embarcar Marta Andreu, pasajera que venía de Bilbao.
Lo primero, los datos. El avión tenía que haber llegado a las 21.45 horas. Aterrizó a las 23.00. La compañía organizó un vuelo para traer hasta el Seve a un grupo de mecánicos desde Viena. Partió de Austria a las 06.10 del lunes y llegó a Cantabria las 08.47. Se pusieron manos a la obra y el aparato, para el que se anunció inicialmente salida a las 11.00 horas, acabó despegando a las 12.08.
✈🔴 AVERIA: Santander-Dublin
Amigos de Parayas (@AParayas) July 11, 2022
El vuelo FR7153 que anoche tenía que salir desde el #SeveBallesterosSantander a las 22:15 rumbo a #Dublin tuvo un problema en uno de sus motores y no pudo salir.
En éstos momentos @Ryanair_ES envía desde #Viena un Learjet45 con mecánicos. pic.twitter.com/XuuLBDmxtX
A partir de ahí, las historias. La foto que acompaña este texto deja clara la hora. Pasaban las 00.30 horas y había cola frente al mostrador, en el que hacían lo que podían. De hecho, AENA confirmó a este periódico que se solicitó desde la compañía mantener el aeropuerto abierto durante la noche por si alguien tenía que dormir ahí. Por si no encontraban hueco para todos. Finalmente (AENA lo ratifica) no fue necesario. Al hecho de perder horas de vacaciones o de trabajo –una faena, es evidente–, se sumó, claro, el problema de buscar un sitio en el que dormir. «Yo tuve suerte porque soy de aquí, pero me tuvieron que venir a buscar desde Aes, mi pueblo, y era muy tarde», contaba una pasajera que se dirigía al control de seguridad. Una de las muchas que, sobre las nueve de la mañana, fueron llegando para coger, por fin, el avión.
La compañía consiguió autobuses para llevar hasta los hoteles a los pasajeros. «En el primero metieron a las familias con niños y a las personas mayores. Dentro de la incomodidad, nos trataron muy bien. Al ir con niños salimos de los primeros», comentaba en español con acento irlandés una madre junto a su marido y varios críos. Se alojaron en el Santemar. Fue el principal punto de destino. «Éramos tres –apuntaban unos viajeros vascos– y nos metimos en una doble. Dijimos que no había problema porque estaban justos. De hecho, en la cola, teníamos gente detrás que no sabía si iba a encontrar habitación y estaban esperando en los sofás de la recepción –desde el hotel confirmaron que nadie durmió en recepción–».
Cada uno fue buscando su hueco. «Soy de Santander, así que me fui a dormir a casa», contaba un viajero. «Tuvimos que coger un taxi porque mi hijo tiene epilepsia y, para él, las horas de sueño son muy importantes. Fuimos al hotel, pero sin esperar a los autobuses», explicaban en una familia que iba de camino a la ventanilla de Información para reclamar lo que les costó la carrera. Soluciones a través de Ryanair o por libre. Como la de los trece chavales de Kells College en su viaje para aprender inglés. Desde la empresa especializada en los idiomas contactaron con la agencia con la que trabajan –viajes Sanander– y arreglaron su alojamiento en el Chateau La Roca hotel, en Sancibrián (Santa Cruz de Bezana).
«A los jóvenes nos metieron en el último autobús. Al final no quedaba ya nadie en el aeropuerto». Así arrancaba el relato de Marta Andreu sentada junto a otra pasajera en un banco de la zona exterior de salidas. Con cara de sueño. Y tiene explicación. Fueron al Chiqui y se habían reservado quince habitaciones –las que había, según cuenta–. A esas horas, con prisas, agotados... En la recepción hacían lo que podían. Las parejas, dos viajando juntos, los primeros. Luego, que si había alguna triple... Se fueron organizando (les dieron un papel en recepción para demostrar que habían tenido que compartir habitación)... Así, Marta se vio a las tres de la mañana «con dos hombrones» –que tampoco se conocían entre ellos– ante una cama de matrimonio. Ellos ofrecieron uno de los sitios (dormir con uno o con los dos), pero ella prefirió una manta y el suelo. «No te cuento cómo tengo la espalda».
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