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Cuando desde su exilio escribe, en la década de 1950, su ambicioso estudio 'El pensamiento español contemporáneo', el socialista Luis Araquistáin Quevedo, después de una revisión del krausismo, el antikrausismo, la Generación del 98, Ortega y Gasset y otros, confiesa: «¿Y qué han ... pensado los socialistas españoles? (…) Creo que los españoles no hemos aportado nada original al tema del socialismo moderno». Sin embargo, aunque casi nadie había leído a Marx y Engels, habíase producido una 'mística marxista', no comunista, «desde 1934 hasta el término de nuestra guerra», junto a la tradicional «gran mística anarquista». Araquistáin lo achacaba a la intuición popular igualitarista, que, procedente de los iberos y celtas, constituía un rasgo eterno y hacía del pueblo «el filósofo más profundo de España».
Resumiendo: los españoles no necesitan pensamiento socialista porque ya tienen un instinto socialista desde la prehistoria. (Parece increíble que sostuviera esta hipótesis tras aparecer en 1948 la teoría del también exiliado republicano Américo Castro, sobre el origen de España en la dialéctica medieval entre cristianos, musulmanes y judíos.) Araquistáin mismo fue, de hecho, el principal pensador socialista español, pues los demás líderes eran hombres de acción, como Largo Caballero, o de oratoria y maniobra, como Prieto, mientras que el catedrático Besteiro no llegó a desarrollar su versión un tanto neokantiana del socialismo, y los didactismos de Fernando de los Ríos eran obra menor.
Nacido en Bárcena de Pie de Concha en 1886, Lamberto Daniel Luis era hijo de Asensio Araquistáin Aguirre, raíces en Elgóibar y Éibar, y María Quevedo Calderón que, nacida en Valladolid, era de ascendencia barcenesa. Aunque pronto marchó a Bilbao a estudiar el Bachillerato y luego Náutica, y que su vida fue nómada e internacional, le gustaba declararse 'barcenés', como en un artículo recogido en la antología editada hace años por la UC bajo el cuidado de la historiadora Ángeles Barrio. Araquistáin era contrario al patriotismo grande o chico impuesto por el hecho de haber nacido en un lugar. Eso le parecía sumisión y pseudopatriotismo. En cambio, uno podía ser españolísimo o cantabrísimo por libre elección, valorando las excelencias dentro de una visión de círculos concéntricos que culminaban en la opción por la humanidad. El artículo era una loa del paisaje de Cantabria y de cómo el arte impresionista de Casimiro Sainz y de Regoyos había ayudado a percibir mejor la magia de sus colores. Ponderaba también el desarrollo de Santander, con más dificultades que San Sebastián para ser 'mundana' al estar más lejos de Francia.
Es comprensible que Araquistáin, por pudor o por mala conciencia, no quisiera destacar su oasis dentro del Sahara teórico del socialismo español, donde sigue sin llover, como al sur de California. Sin embargo, en sus diversas etapas de evolución intelectual, desempeñó un papel fundamental para el progresismo. Primero, como colaborador y luego, al irse Ortega, director de la revista 'España': defensor del democratismo monárquico que propugnaba el elocuente asturiano Melquiades Álvarez (mentor de Azaña y asesinado por milicianos en la cárcel Modelo en agosto de 1936), y agitador aliadófilo en la Primera Guerra Mundial. Más tarde, crítico certero de la deriva de la Restauración, y predicador de grandes reformas y cambio de régimen. En una tercera fase, colaborador estrecho de Largo Caballero y probable cerebro gris de la radicalización revolucionaria del PSOE tras la victoria de la derecha en las elecciones de 1933, radicalización que urdió las insurrecciones de Asturias y Cataluña contra la República en 1934 (parte de las armas fueron al parecer adquiridas en Alemania cuando Araquistáin era allí embajador). Ese año impulsa la revista 'Leviatán', desde donde hostigará a otros socialistas como Besteiro, o al propio Ortega. Al elevado coste de 3 pesetas por ejemplar, no sé si mucha gente llegó a leer aquellos proyectiles de papel.
Tras la derrota y el exilio primero en Londres y luego, fallecidas su esposa Gertrudis y su hija Sonia, en Suiza, Araquistáin entra en una cuarta etapa, de recapitulación más ecuánime. Sintomático es su tratamiento de su paisano Marcelino Menéndez Pelayo, que el régimen franquista quería convertir en paradigma de nacional-catolicismo. Araquistáin veía en don Marcelino honestidad intelectual, calidad de escritura y una diferencia entre el exaltado patriotismo del veinteañero y el generoso liberalismo de la vejez. Al leer esos párrafos, no puedo evitar la sensación de que Araquistáin se absuelve a sí mismo por persona interpuesta, en arrepentimiento sincero, pero discreto.
Inspirado por el sociólogo darwinista austro-polaco Ludwig Gumplowicz, Araquistáin aplica a la historia de España la «idea sociológica del Estado», a saber, que se forma por conquista de unas etnias sobre otras, produciéndose luego la integración mediante la emancipación de los vencidos. España, caso anormal, había sido siempre «o colonia o imperio», y por tanto se había gobernado con un estado de conquista, sin plena integración, de lo cual la dictadura de Franco era el postrer ejemplo, y los países comunistas de Europa oriental, casos similares. La teoría era más complicada, pero esto es lo esencial.
No era fan de la autodeterminación: «Aunque montañés de origen vasco, yo no soy independentista vasco, ni montañés, ni murciano». Juzgando imprescindible la unión europea frente a los colosos americano y ruso, «los pequeños nacionalismos no tienen ya razón de ser, como soberanos, se entiende». «Pero desgraciadamente, hay que reconocerlo, existen nacionalismos en nuestro país. Son movimientos arcaicos, contrarios a la evolución política del mundo, que va creando, por la ley biológica de la historia, nacionalidades cada vez mayores», escribe. Impulso centrífugo y centrípeto son «hermanos siameses».
La República, dice, quiso solucionarlo con las autonomías regionales, pero no le dieron tiempo. «Quizá algunos vascos y catalanes», admite, «fueron en sus palabras más allá de lo que pensaban ir en los hechos. Esto es siempre peligroso en un pueblo como el nuestro». Él mismo se incluía en ese «arcaísmo» general, cuya superación era cosa de todos para dejar de ser «una nación fantasmagórica y trágica».
He ahí la mayor contribución del periodista barcenés que fue principal pensador socialista español: una teoría darwinista de la historia de España.
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