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Bartolomé (del arameo ‘hijo de Tolmai’ o ‘de Tolomeo’) es tanto un nombre apostólico como un apellido. Uno de mis bisabuelos lo tenía por nombre: ... Bartolomé Arce. Por apellido, uno de los legendarios periodistas de Torrelavega que conocí hace ya tiempo: Antonio Bartolomé. Su hijo Manuel, también escritor, acaba de fallecer inesperadamente. La muerte es muy maleducada poniendo puntos finales y nunca sabemos de qué humor la encontraremos, porque es como un Calígula arbitrario e imprevisible. A veces creo que Calígula fue un capricho que tuvo ella de ser emperador romano.
A la tristeza por la desaparición de Manolo Bartolomé siguieron algunos recuerdos: unas alubias en Casa Enrique de Solares con las que su padre y él quisieron agradecer, generosos, mi pequeñísima participación en que el libro de Antonio ‘Aforismos, giros y decires en el habla montañesa’, un tesoro lingüístico y etnográfico de la menguante Cantabria rural, fuera publicado por la Universidad. Manolo había venido meses atrás muy preocupado a comentar sus temores de que todas las fichas manuscritas que Antonio, en sus idas y venidas por pueblos y ferias, había confeccionado sobre el lenguaje de ese mundo del campo se acabaran perdiendo al no estar editadas. Hubiera sido una catástrofe para la historia cultural de la región.
Quiso la suerte que entonces fuera presidente del Parlamento de Cantabria un torrelaveguense, Adolfo Pajares Compostizo, que conocía sobradamente y apreciaba la labor de Antonio como corresponsal de ‘Alerta’ en la ciudad y cronista de las ferias ganaderas. Lo contactamos e inmediatamente se percató del riesgo que corría el patrimonio lingüístico acumulado por Bartolomé, y lo habló con la Universidad de Cantabria, que también fue sensible al asunto. Así, en 1993 se publicó, con un estudio filológico previo del profesor Tomás Labrador, un volumen que es una delicia y que entonces era etnográfico, pero hoy es casi arqueológico. Y fue la movilización de Manolo Bartolomé, con amor de hijo y de cántabro, la que nos puso a los demás en marcha y salvó el legado de su padre.
De Antonio Bartolomé siempre recuerdo una nota de estilo que me sirve para bromear con la mocedad de mi entorno. Él había tenido un maestro que aborrecía la incorrecta expresión «por lo tanto», que debe decirse «por tanto». Y cuando algún alumno la profería, el profesor atacaba: «¡Por lo tanto no! ¡Por lo tonto!».
En los Bartolomé había una innata afición a la escritura y eran amenos conversadores. Nos quedan sus obras y reflexiones, y las anécdotas que cada cual viviera con ellos. Han habitado una época en que el habla desaparece más rápidamente que los hablantes, lo que no era frecuente en la evolución anterior de las lenguas, más pausada. Por tanto, que no por lo tanto, escribieron a caballo de dos universos lingüísticos, el de la feria y el del telediario, el habla rural popular y el habla urbana academizada. Ni mejores ni peores: diferentes como respuestas a necesidades vitales y épocas diferentes.
Difícilmente los escritores futuros, sin vivir en sus propias bocas y orejas esa brusca transición idiomática entre 1950 y 1980, podrán manejarse como Antonio y Manolo en una prosa que en realidad tiene como trasfondo dos idiomas, que eran el mismo pero se parecían como un huevo a una castaña.
Y seguramente Manuel, el viajero, partió al último destino donando algún hermoso texto a la infinita Biblioteca de los Libros que se Hubieran Escrito, cuyo bibliotecario es Calígula, ‘Sandaliuca’ en latín.
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Ana del Castillo
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