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En la cultura popular rural está muy consolidada la naturaleza higiénica del fuego. Por eso el 80% de los incendios son intencionados en España. Las llamas limpian el monte, depuran las incómodas plagas y sirven como revulsivo para la vida porque el crecimiento de ... pastos es más vigoroso tras cubrir los campos con llamas... Pero en realidad nada de esto tiene fundamento científico.
Al menos según los resultados de los estudios alumbrados por expertos de la Universidad de Cantabria: «El fuego, sí o sí, siempre, supone una destrucción del ecosistema. No existe una causa científica que justifique el beneficio del incendio en ningún sentido», zanja Alberto Fernández, del Departamento de Ciencias de la Tierra y Física de la Materia Condensada. Distorsiona los balances hidrológicos, altera la calidad del agua y de la atmósfera; produce pérdidas irreparables de la tierra fértil y acelera la erosión de los suelos frente a los agentes externos.
«Como sigamos así vamos directos hacia un desastre ambiental», zanja rotundo el experto de la UC, porque lo que se contempla a simple vista en un monte abrasado es solo la punta del iceberg de una destrucción más profunda, que se adentra varios metros en el subsuelo, «consumiendo la materia orgánica que es, digamos, el pegamento que une la materia mineral, y que sirve de sustento para que la vida vuelva a abrirse camino».
El sustrato se vuelve más mineral, se modifica el PH y todo el equilibrio del ecosistema queda alterado. «Claro que nacen más herbáceas tiernas, más adecuadas para el pastoreo, pero es un éxito exiguo, porque el perjuicio es mucho mayor que ese beneficio cortoplacista», recalca José Manuel Álvarez-Martínez, investigador del Instituto de Hidráulica que, en conjunción con su colega José Barquín, ha desarrollado el estudio europeo 'Alice' sobre el quebranto que el fuego ha causado en buena parte de la costa atlántica europea.
«Lo que se quema aquí es siempre monte bajo, matorral, que es la primera fase en la creación del bosque. Son todas esas praderas que se han repoblado por este zarzal, que tarda unos cinco años en abrirse camino, y que 'estropea' el pasto del ganado», argumentan los investigadores.
El fuego acaba con el 'estorbo' y altera la química del suelo. Crece la presencia de calcio en el estrato y eso alimenta la planta más tierna, «pero en cuestión de un año ese material se vuelve más leñoso y a la vaca ya no le gusta», detalla Alberto Fernández. Pronto las especies denominadas pirófitas, las más resistentes al fuego, empiezan a abrirse camino. Por eso es la pescadilla que se muerde la cola. Nunca se encuentra una solución real al problema, y entre tanto, los efectos secundarios de prender fuego al monte se multiplican cada año.
La fauna con menor movilidad es la más afectada en una primera instancia. Sobre todo los invertebrados que pueden estar lejos del fuego pero no de la onda de calor o la asfixia por el humo. Al estar en la base de la cadena trófica, su muerte tiene reflejo en el resto de animales. También queda perturbada la actividad bacteriana y de los hongos, que es fundamental en los procesos biológicos.
En los ríos sucede algo parecido. Porque cuando las lluvias arrastran las cenizas a las cuencas, las aguas se enturbian y cambian sus composiciones químicas. Los alevines son los más sensibles a estas alteraciones. Además, la sedimentación de estos residuos va colmatando el fondo se los ríos, los estuarios y los embalses. «Los mariscadores también se ven afectados por esta cadena que maltrata todo el sistema», zanja Álvarez-Martínez.
En los campos, la tierra inerte se queda reducida al componente mineral. Toda la materia orgánica se pierde, incluso a muchos metros de profundidad. Muchas veces el sustrato queda tan tocado que habrá que esperar años para contemplar el afloramiento de la vida. «Para hacernos una idea, un bosque maduro tarda hasta 150 años en consolidarse desde que comienza con la fase arbustiva hasta que termina por generalizarse la presencia de masas arbóreas», concretan los científicos del IH.
La compactación del suelo incrementa su impermeabilidad y las cenizas cierran los poros con lo que la escorrentía es más pronunciada y la capacidad de arrastre y de erosión se multiplican exponencialmente. Si a eso se suma la pérdida del sostén que suponen las raíces de la vegetación más fuerte, termina por producirse un incremento del riesgo de argayos, sobre todo allá donde la geografía del terreno es más proclive a ello.
Todo esto no es nuevo. Hace más de 200 años los montes de Vega de Pas eran grandes masas de robledales y hayedos, pero la actividad industrial, en aquella zona con especial ímpetu la fábrica de cañones de La Cavada, terminó por devorar esos bosques. «Lo malo que nos sucede ahora es que el calentamiento climático no es tal, en realidad hablamos de cambio global, que está conduciendo a que a los fuegos les sucedan precipitaciones cada vez más intensas. En definitiva, los fenómenos cada vez serán más extremos y causarán más daño», avanza Fernández.
En el Centro de Investigación y Formación Agrarias de Cantabria (Cifa), dependiente de la Consejería de Ganadería, las cosas se ven diferentes. «El fuego es solo una herramienta que se ha utilizado siempre. Lo que hay que hacer es comenzar a gestionarlo de forma coordinada para hacer un buen uso. Siempre con el parabién de la Administración», cuenta Juan Busquet, máximo responsable del centro.
«Lo que hemos diseñado es un proyecto para eliminar la población arbustiva de los montes mediante ganadería selectiva, centrada en ganado ovino y caprino, que es un gran consumidor de este tipo de matorral. Si logramos limpiar el monte de esto, los fuegos se producirán con la misma periodicidad, pero serán menos destructivos», detalla.
Lo que ocurre es que estas formas de gestión requieren de medios y a día de hoy la Administración no está en disposición de facilitarlos. «Así que en esta situación lo que necesitamos es mayor coordinación entre las Juntas vecinales y los ayuntamientos».
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