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Hace cien años Estados Unidos cometió el enorme (y comprensible) error de cerrar sus puertas a los inmigrantes, especialmente los de Europa central y oriental, y los asiáticos. El país era presa de numerosos temores: los hambrientos recién llegados hundirían los salarios, o montarían pequeños ... negocios para ruina de los tenderos preexistentes; su babel de idiomas y costumbres pondría en tensión la convivencia y daría lugar a la quiebra de la unidad nacional; los servicios públicos no serían capaces de atender la necesidad de vivienda, educación, transporte y salud de tan apabullantes masas.
Así que Estados Unidos, que había recibido a millones de personas en las décadas anteriores sirviendo como válvula de escape para una Europa que, salvo Francia, se disparaba por la caída de mortalidad y el mantenimiento de una alta natalidad, echó el candado en el momento más inoportuno de la historia. Las destrucciones de la Primera Guerra Mundial, la situación de guerra civil en Rusia y el descoyuntamiento general del continente requerían la emigración de la población sobrante a las tierras nuevas de América y Oceanía. Así ocurrió dentro del Imperio británico: decenas de miles de ingleses pudieron instalarse en Canadá o Australia (en Turquía conocí a una australiana que era hija de uno de esos soldados desmovilizados que emigraron). Pero no sucedió lo mismo en el resto de Europa: el viejo continente, Japón y China tuvieron que bregar con una bomba demográfica que acabó en el gran exterminio de la Segunda Guerra Mundial y la guerra civil revolucionaria china.
El ‘catenaccio’ estadounidense es tanto más chocante cuando se observa la lista de sus economistas de origen judío y alto nivel, entre ellos 25 Premios Nobel y los tres últimos presidentes de la Reserva Federal, además de investigadores de renombre mundial (como Barry Eichengreen, hijo de una superviviente de Auschwitz).
Empecemos por los banqueros. Alan Greenspan es hijo de un judío rumano y una judía húngara. Ben Bernanke es de familia judía y su abuelo materno le enseñó el hebreo. Janet Yellen, que acaba de cesar, es hija de judíos polacos. Su marido, George Akerlof, hijo de una judía alemana, fue Nobel en 2001. Añadamos Milton Friedman, Wassily Leontief, Simon Kuznets, Robert Fogel, Robert Solow (tres de sus alumnos judíos han sido también Nobel: Peter Diamond, Joseph Stiglitz y el citado Akerlof), Franco Modigliani, Paul Samuelson, Herbert Simon, Kenneth Arrow, Gary Becker, Paul Krugman, Daniel Kahneman, y así hasta totalizar el 51% de todos los Nobel económicos estadounidenses y el 39% de los mundiales.
La lista es mucho más larga si ampliamos el enfoque étnico y de especialidad. Piense en Albert Einstein; o en Enrico Fermi, cuya esposa Laura era judía y cuyo suegro murió en Auschwitz. ¿No fue sobradamente recompensada la sociedad estadounidense por su apertura?
Lo que espera al cuadrante oeste de nuestra Península podemos leerlo en los enviados especiales a la despoblación, nuestros colegas gallegos. Titulares de esta semana: «El envejecimiento penaliza a Galicia: gasta un millón de euros más al día»; la mitad del gasto sanitario se destina a los mayores de 65. Lugo está a punto de convertirse, tras Orense, en la segunda provincia española donde hay más pensionistas que trabajadores. Más de la mitad de los ‘concellos’ gallegos sufren ya ese desequilibrio.
Es nuestro futuro probable. El número de cántabros que cotizan a la Seguridad Social ha pasado, en media anual, de 227.957 en el año 2007 a los 201.301 del año pasado. Una caída de casi 27.000 cotizaciones, un -12%. Mientras, el número de pensionistas ha crecido desde los 127.251 hace diez años a los 138.155, un aumento de casi 11.000 (un 8,6%). La ventaja de 100.000 se ha reducido a poco más del 60.000. Y ahora vienen los jubilados del ‘baby boom’, mientras el empleo renquea en una de las comunidades que peor está llevando la recuperación económica.
En el plano nacional, se nos proponen o difíciles planes privados complementarios o ‘posturosos’ impuestos ‘Robin Hood’ a la banca. Pero millones de subsaharianos que bullen sin esperanzas al otro lado de la llanura azul y del mar ocre podrían venir a Europa y ser, de pronto, nuestra natalidad por invitación. Liberaríamos a esos países de una presión demográfica que amenaza catástrofe política (una parte del Sahara sudoccidental es ya un territorio con tropas europeas combatiendo a grupos yihadistas), y nosotros tendríamos jóvenes que podrían formarse y desarrollar sus vidas. De ahí saldrían nuestros futuros Friedman, Akelrof, Yellen y Samuelson. Nuestros brillantes judíos son africanos.
Ángela Merkel permitió entrar a más de un millón de refugiados en un solo año, como complemento a todos los jóvenes que nos ha sustraído ladinamente a los países del sur durante la recesión. Eurostat habla claro: en ausencia de inmigración, para 2080 Alemania habrá perdido casi 30 millones de habitantes, Italia 23 millones, España cerca de 10, Portugal un 40% de su actual población, Grecia un 30%, Reino Unido 3 millones. Estas inercias, pues, harían inviables las pensiones y la sanidad pública en gran parte de Europa. No todo en Merkel fue, pues, altruismo. Pero acierta al combinar interés nacional y solidaridad internacional (ya podría haberlo hecho en la recesión, en vez de meter la pata con la excesiva austeridad: ahí solo pensó en interés nacional).
Dentro de la Europa que envejece, Cantabria se halla entre las regiones más amenazadas, así que el asunto ‘inmigración solidaria’ nos interesa, pues la España que paga la factura de nuestras pensiones y nuestra sanidad llegará a no poder hacerlo con tanta intensidad.
Hay además otra variante argumental: el temor a la inmigración lleva al populismo de alzar barreras, que impiden que vengan los inmigrantes que garantizarían el estado del bienestar que, supuestamente, amenazan. Siendo el motor de la historia no la lucha de clases, sino la de paradojas, den por cierto esto que advierte Nate Breznau, investigador en la Universidad de Mannheim. La barrera perjudica a los jóvenes de allí y a los veteranos de aquí. ¿No habría que organizarse un poco?
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