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Decenas de vehículos calcinados y con restos de obuses y balas se amontonan en un aparcamiento de la ciudad de Bucha. ÁLVARO G. POLAVIEJA

De Bucha a Borodyanka, un recorrido por el apocalipsis ruso

EL VIAJE DE LA AYUDA A UCRANIA ·

El Diario Montañés visita con el ejército ucraniano dos de las ciudades más devastadas por las tropas de Vladimir Putin en el norte del país

Domingo, 15 de mayo 2022, 07:32

«Nos vamos a matar», me digo mientras me agarro de nuevo al reposa manos de la puerta de la furgoneta. Desde que hace escasos diez minutos salimos de la base militar, M. G., segundo mando de la Administración Militar de Bucha, recorre las calles de la ciudad a velocidad de vértigo, adelanta coche tras coche en calles de doble sentido sin importarle la línea continua y entra en los cruces y rotondas como si fuera un Fórmula 1 trazando la Parabólica del circuito de Monza. Voy sentado a su lado para poder hacer las fotos de los lugares de la ciudad que nos van a mostrar, aquellos en los que la huella del ejército ruso es más patente. En la parte de atrás van un soldado de las fuerzas especiales con el rostro cubierto por un pasamontañas y un sombrero de ala ancha y Marian, el camionero con el que he llegado a la localidad, que debe andar preguntándose qué demonios hace ahí metido. Es una duda recurrente, porque el que tiene que recoger material gráfico y documentar la experiencia soy yo. Él bastante ha hecho con conseguir llegar a la ciudad con las dos toneladas de ayuda humanitaria cántabra, visto lo tremendamente difícil que es conseguir combustible en el país, pero ahí está. O estamos.

Pese a a velocidad es imposible no fijarse en las fachadas de numerosos edificios que vamos dejando atrás, alcanzados por obuses unos, con parte de su estructura reducida a escombros por los bombardeos otros. En un momento en que el teniente –no se si es teniente porque no llevan distintivos de graduación, solo una banda amarilla en el brazo que los señala como soldados ucranianos, pero así le bautizo– decide respetar un semáforo para dejar pasar un coche, me informa de que cuando detenga el vehículo en algún sitio no podré bajarme de él y solo podré hacer fotos de lo que tenga delante. Le contesto que me ciño a lo que me diga como corresponde, mientras aparto con respeto el fusil de asalto que, apoyado en el asiento entre él y yo, se me ha venido encima en la última curva.

Imagen. Miembro de las fuerzas especiales ucranianas.

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Imagen. Miembro de las fuerzas especiales ucranianas.

El teniente estuvo luchando contra las tropas rusas durante la invasión. Situado al noreste de Kiev, el distrito de Bucha, que incluye a otras localidades como Borodyanka, Gostómel, Irpin, Makariv o Dmytrivka, fue uno de los frentes de guerra en los que se decidió la caída o resistencia de la capital ucraniana. Algunas de esas localidades fueron ocupadas por el ejército de Vladimir Putin durante más de un mes, hasta que la contraofensiva nacional obligó a los invasores a replegarse hacia el este y el sur del país, no sin antes dejar un reguero de asesinatos de civiles y devastación en varias de ellas. Solo en Bucha, más de 450 víctimas según las cifras del Gobierno ucraniano. En otras, como Borodyanka, el grado de destrucción de edificios e infraestructuras fue acusadísimo. «Allí destruyeron absolutamente todos los edificios de la administración pública», explica el militar, «desde la comisaría y el ayuntamiento a los centros de empleo, todo», subraya mientras ejerce de fotógrafo. Es la tercera foto que, debido a la posición del edificio a retratar, le pido que haga por su ventanilla. Tras revisarla le digo que si sigue haciendo mi trabajo al final voy a tener que pagarle, y sonríe por primera vez.

Así recorremos la ciudad, desde unos grandes almacenes con toda su estructura derrumbada por un bombardeo hasta varios bloques de pisos con impactos de balas de tanque cuyas fachadas no conservan un solo cristal intacto. La furgoneta se detiene el tiempo necesario para que haga tres fotos rápidas y reemprende la marcha a toda velocidad. «Ahora vamos a Borodyanka», anuncia en un momento dado. «Está a diez minutos y sufrió muchos más bombardeos que Bucha», añade. Según salimos a carretera abierta entiendo que, en realidad, para un conductor normal las localidades están a por lo menos el doble de tiempo, pero el teniente hace gala de nuevo de su destreza e inquietud al volante. Como habla un poco de inglés, en un momento dado me permito comentarle sin reproche alguno, con más admiración que otra cosa, que conduce a toda pastilla. «Schumacher», le digo. Y se ríe. «Aquí siempre vamos con prisa», confirma.

Los rusos bombardearon uno de los puentes de acceso a Bucha. Álvaro G. Polavieja

Drones y artillería

Empezamos a hablar mientras atravesamos control tras control y me cuenta que le gustan los drones y que los estuvo utilizando para enviar la posición de las unidades rusas en plena refriega: «El mío tiene seis kilómetros de alcance, pero hubo veces que llegué a estar a menos de dos kilómetros de los rusos y llovían morteros y balas por todos lados», explica con pasmosa indiferencia. También me detalla que empezó en el servicio secreto y lo dejó durante unos años para dedicarse a la actividad privada, pero que en cuanto empezó la guerra se unió al ejército. Es alto y formido, calza un número de pie formidable y tiene el pelo ligeramente anaranjado. También es tímido y educado, de una corrección en el trato pulcra y sencilla, nada aparatosa.

Cuando por fin llegamos a nuestro destino entiendo que el teniente no exageraba un ápice. Si Bucha está destrozada, Borodyanka es la definición práctica y paisajística del apocalipsis. El grado de destrucción de los edificios es algo que un servidor solo había visto en las típicas películas plagadas de efectos especiales. Hay edificios de varias plantas que se sostienen de milagro, con sus fachadas consumidas por el fuego y abiertas en canal, y sus bajos bañados por grandes pilas de escombros. En las calles las huellas de los cráteres de la artillería aparecen por todas partes. Los rusos aplastaron literalmente la ciudad, lanzando sobre ella bombas de hasta 500 kilos, me explican.

Cientos de refugiados acuden cada día a recibir ayuda en la localidad de Borodyanka. Álvaro G. Polavieja

Quien lo hace es Julia, una joven que ejerce como traductora en el ayuntamiento de la localidad. En realidad es una escuela, porque del original no quedan ni los restos. Buscamos una entrevista con el alcalde del municipio, George Erko, un hombre afable y sencillo que nos atiende con cordialidad. Esta misma semana recibió la visita de Volodímir Zelenski, pero nosotros lo vamos a tener más difícil. Es imposible mantener más de dos minutos de conversación porque la llegada de personas que vienen buscándole es constante. Al final nos tenemos que contentar con la foto de rigor, pero la joven ucraniana suple con eficacia al regidor. Aficionada al fútbol, sabe dónde están Bilbao, Valencia o Sevilla por sus equipos, destaca con orgullo. «Porque Madrid y Barcelona lo sabe todo el mundo», añade. Lo dejo caer por si acaso, pero del Racing no ha oído hablar. Da igual. Lo importante es que según empezamos a conversar descubro que es como una enciclopedia andante de cuanto ocurrió en la ciudad durante la invasión. Cuando Ucrania recuperó el control de la misma, ella y otras cuatro personas, incluido el alcalde, fueron los primeros en regresar. Y confiesa que encontrarse las calles como las habían dejado los rusos fue algo dantesco que no podrá olvidar en su vida. Esa crueldad explica que de los 14.000 habitantes de la urbe, solo 2.000 permanecieran en ella. Ahora han regresado algunos más, añade, y el Gobierno está construyendo un gran número de casas modulares para que tengan un lugar donde vivir. «Tenemos menos de diez meses, hay que acabarlas antes de que llegue el invierno». Es entonces cuando la ayuda cántabra –y en general la occidental– cobra más sentido y trascendencia que nunca.

Movimientos bielorrusos

Recorremos la ciudad deteniéndonos cada dos por tres para documentar el rastro de la invasión, y cada ejemplo es casi peor que el anterior. Por suerte es una localidad pequeña y no tardamos en visitar los puntos más destacados. «En esta calle -me dice el teniente de camino a la escuela- nos encontramos una columna con más de cincuenta tanques rusos», explica. Hemos visto los imponentes restos, retorcidos y oxidados, de varios de ellos a lo largo del recorrido, así que intento hacerme una idea de la escena, sin conseguirlo. «¿Qué sentiste –le pregunto– cuando entrasteis en la ciudad tras recuperarla?». Medita un momento y responde escuetamente: «Terror». Después me sonríe con una sonrisa rota por el cansancio y me informa de que el 'tour' se ha acabado y toca regresar a la base en Bucha. Una vez allí y tras hablar con el mando vuelve a darme noticias: «Tenemos información de que Bielorrusia va a movilizar hacia la frontera entre hoy y mañana a siete divisiones de su ejército, así que lo sentimos pero no te puedes quedar, como estaba planeado». Bastante han hecho con la que está cayendo, así que le digo que no se preocupe, que lo entiendo perfectamente y que si se va a torcer la situación prefiero no estar allí dando problemas, tanto por mi mismo como por ellos.

Marian, el joven camionero que ha ejercido por un día de corresponsal sin saber muy bien por qué, regresa a Mukáchevo, base de la ayuda humanitaria cántabra, y me dice que me vuelva con él. Antes de emprender la marcha recorremos la ciudad y retratamos por nuestra cuenta, ya sin el corsé oficial, algunos lugares, entre ellos un aparcamiento infestado de restos de coches destruidos por los tanques rusos y un solar en que descansas los maltrechos restos de varios de ellos. Aunque no nos entendemos una palabra, de alguna forma nos hemos hecho amigos y suspiramos aliviados al alejarnos de la ciudad. Ha sido un día largo y intenso para ambos. Más aún: inolvidable.

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