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«Quienes me conocen bien saben que detesto las despedidas. No hay cosa que más me deprima y de ahí, por ejemplo, mi aversión a las estaciones». Las palabras no son mías, sino de José Ramón San Juan. Las escribió en el último número ... de la Hoja del Lunes, de la que fue su último director. Fiel a sí mismo hasta el final, se marchó sin despedirse. Tampoco le dio tiempo.
Hubo una época en que la calle del Sol no solo estaba llena de músicos, sino también de periodistas. Tanto que uno de ellos bromeaba rebautizándola como la calle Fleet. El eje de gravedad era el Rubicón. Allí la barra azulejada original forma un recoveco con una viga y el recibidor. Un rincón muy cotizado del bar. En una esquina de ese rincón hay una vela pergeñada de otras muchas, construida a base de lágrimas de cera. Y junto a ella un taburete. Esa esquina es aún hoy 'el sitio de José Ramón'. Al que peregrinó durante años después del cierre fiel a un menú casi inmutable: Santa Teresa añejo y agua con gas. Llamaba a aquel ritual su cámara de descompresión. Y no se dejaba invitar. Evitaba así pesadillas recidivantes, por tirar de un neologismo suyo, en la misma barra en la que escribió parte de su crónica vital.
San Juan era el nombre de guerra, pero su corazón prefería José Ramón. O Ramón. «La gente que me llama así suele ser la que me tiene cariño», decía. Y José Ramón se fue rápido, como había anunciado. Como un teletipo de alcance. Como quería. Sin ceremonias que no le gustaban. Sin avisar.
Últimamente andaba algo taciturno; quejoso de sus achaques, pero nada hacía pensar que enfilara la última galerada. Enfrascado en sus mil proyectos. Esos que conjugaba con los 36 años en que fue redactor jefe de El Diario. Hace unas semanas hablaba ilusionado de los veinte años de su disco, 'Tierra de nadie', en el que homenajeaba a su idolatrado Brel. Y preparaba otro libro tras su primer libro de relatos y el poemario que había alumbrado esta última década. Tras su contagiosa calma y el alma de cascarrabias se camuflaba una creatividad desbordada y polifacética. Música, poesía, narración y hasta un resistente blog político con pseudónimo desde principios de siglo.
Formado en la vieja Escuela de Periodismo de Madrid, pasó por Informaciones antes de recibir la llamada de su padre, Ramón San Juan, entonces director de El Diario Montañés. Ese que dos o tres docenas de periodistas levantaron en un momento crítico. Eran los tiempos heroicos de los cierres de madrugada y el calor del plomo de la vieja redacción de la calle Moctezuma. En aquella época él y otros cuantos montaban oficina en La hora bruja. Allí compartió tiempo, espacio y conversaciones con la gente que a caballo entre los ochenta y los noventa impulsó el colectivo de cantautores Cantera.
Después el periódico se mudó a La Albericia, una redacción en la que aún se fumaba, como los periodistas de Michael Frayn. En especial José Ramón, eterno aspirante a exfumador que por aquella época cambió definitivamente La hora bruja por el Rubicón. La mística del periodismo, en el fondo mucho más prosaico, se construye a base de bares. Allí, en su esquina, debatía, charlaba y se enojaba con su archinémesis: José Ramón Burgués; A.K.A. Moncho, activista y alma mater del viejo Rubicón. Juntos eran la extraña pareja, ambos más cómodos en el papel de Walter Matthau y temerosos de que se descubriera un Jack Lemmon bajo la coraza.
Ahora en los recuerdos, que es donde habitan los ateos resistentes al final de este viaje en la vida, charlan y a menudo discuten. El bar está a punto de cerrar, Moncho le espeta que no tiene ni puta idea y él pide la última. Si no se la pone le llamará viejo amargado. Después, si el asunto no va a mayores, la tomarán juntos en el Niágara.
Buen viaje, José Ramón.
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