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Amelia Quintanal es de Vargas. «Perenne», dice ella. Allí nació hace 85 años y ha pasado toda tu vida. En 1969 decidió que quería ser entrenadora de fútbol, pero se encontró con un inconveniente: ser mujer.
Mientras sus compañeros de romería, Toñín y Miliuco, acudían a la Federación Cántabra de Fútbol a pedir las credenciales para mandar en los banquillos, Ameliuca les acompañó pero no pudo «sacarse el carnet de entrenadora». La respuesta fue un no. Un no poco fundamentado, pues en los manuales no había ningún apartado, artículo o normativa que prohibiera ejercer a las féminas. Pero a la sociedad no le parecía tan bien en una época en que la moral pesaba más incluso que las leyes.
«Los de Santander, que eran tontos -explica Amelia resuelta- Si no hubieran dicho nada a Madrid, aquello habría salido adelante y habría sido el boom; una de Vargas que era la primera entrenadora. Pero en Madrid tampoco se enteraban de nada y dijeron que no»
Como curiosidad, el presidente de la federación que le dio aquella negativa inicial, había sido a su vez portero del Ayron, el equipo que entrenaba en el campo en el que en su día nació la propia Amelia, pero ese vínculo no aportó nada bueno al resultado final.
Atendiendo al dicho popular de si Mahoma no va a la montaña, la montaña irá a Mahoma, la torancesa se puso manos a la obra y partió hacia la capital acompañada por su hermano Arsenio. Es obligado echar la vista atrás e imaginar la odisea que suponía ese viaje por carretera en aquellos últimos coletazos de los años 60. Un viaje de ida y vuelta para llegar a la sede principal de la Federación Española de Fútbol a pedir explicaciones.
Los hermanos Quintanal consiguieron que les recibiera el presidente de la Federación. Y ante la exposición del caso, ¿qué respondió? «Ah, pues sí, pues muy bien. Lo mismo que todos pero para nada», sentencia Amelia que adereza la frase con un taco. «¡Uy, eso no lo grabes, que a veces soy muy 'taquera'», le pide al cámara.
En la expedición capitalina tuvieron ocasión de reunirse con las dirigentes de la Sección Femenina. En aquella época, la institución comenzaba a permitir a las mujeres practicar deportes y sin embargo, también le negaron el respaldo necesario para conseguir su meta. Quizá, razona Amelia, porque llegaba como una idea ajena y no propia. «Estaban empezando y se dedicaban a jugar partidos y enseñar la cacha, en aquellos años». Algo que le molestó particularmente: «Yo iba a ser entrenadora de fútbol, pero no de pata».
De regreso a su casa, al lugar donde cada domingo se tomaban los blancos y se veían el partido «porque no teníamos otra cosa», Amelia no se quitó del todo la idea de la cabeza. Surgió la opción de entrenar a un equipo femenino. La Peña Expósito. No entraban en las categorías oficiales, ni jugaban en liga alguna. Podía ejercer como entrenadora pero fuera de los focos masculinos, donde se seguía debatiendo qué hacer con este caso único. Entonces sí que recibió una llamada 'facilitadora' informándole de que para cambiarse de ropa en los partidos, le permitirían usar la caseta del árbitro. Y entre tanto pantalón corto y normas inventadas, Amelia respondió con un pase directo a la escuadra: «Mire, yo vengo a entrenar. Donde vestirme o desvestirme será cosa mía».
A fuerza de chocar contra muros y más práctica que cabezota, Amelia desistió. «Llegó un momento en que pensé; no te lo van a dar. Pues ellos se lo pierden». Quien se llevó una pequeña alegría con esta rendición a medias fue su madre. «A esta hija mía al final la meten en la cárcel», recuerda que decía. No era para menos. El revuelo nacido en aquel pequeño pueblo llegó a todos los periódicos. Sobre la mesa de madera del salón, Amelia y Arsenio van pasando páginas del álbum en el que recogieron los recortes que la prensa publicaba.
Ella, joven, morena, resuelta, vistiendo un chándal prestado. En una imagen posando con los brazos en jarras. En otra dando instrucciones a las jugadoras de la peña, cada una ataviada a su amateur manera y haciendo estiramientos. El diario Pueblo, El Norte, La Nueva España, las revistas ¡Hola! o Lecturas entre muchos otros, plasmaron la gesta de Amelia. Los reporteros viajaban desde otros puntos de España para charlar con ella. Hasta el chileno El Mercurio le dedicó una columna que sus familiares del lejano país le enviaron por correo.
Repartidas bajo el cristal que cubre la superficie de madera, se acumulan las fotos, casi todas de niños y niñas que posan sonrientes, en cumpleaños y fiestas acompañados por Amelia y otros miembros de la familia. «¿Se dedicó usted a formar una familia, entonces?» «No -responde pícara- Nunca me casé pero son todos como mis nietos. Y para eso no hace falta marido».
Abriendo un nuevo capítulo de su vida, Amelia aprendió a coser gracias a un curso a distancia. A la costura se dedicó en los años posteriores. También se sumó a la coral hace ya tres décadas. «Ahí estamos todas», dice refiriéndose a amigas y vecinas. Lo ganado cantando lo han invertido en viajar. Ha recorrido numerosos destinos, pero de todos, se queda con Estambul y la Capadocia. «Es una cosa distinta», rememora «y muy tapadas iban».
Los ojos azules de Amelia se explican tanto como ella. Aquella aventura de la que la puso en primera plana fue aplaudida y respaldada por todo el pueblo. «Aquí amigos somos todos», añade. Ella le resta importancia a la gesta de ser la primera que intentó cambiar el sistema, desde un pequeño pueblo de Cantabria, tratando de hacer avanzar la realidad y abrir una brecha.
«Hice lo que me pareció» resume, mientras al levantarse de la silla tira del cable del micrófono. «Es que no valgo para amarrada».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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