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Las dos figuras literarias más destacadas de Cantabria en torno a 1900, a saber, Marcelino Menéndez Pelayo y José María de Pereda, ocupan un lugar ... interesante en la teoría de la historia de España que fue elaborando por esa época el filósofo Miguel de Unamuno. El primero representa, para Unamuno, el casticismo (o purismo tradicionalista) que impide admitir que la unidad española forzada por la Inquisición y la milicia ahogó una revolución cultural autóctona en libre intercambio con las reformas europeas. La casta histórica, retro, sofoca las posibilidades intrahistóricas del pueblo, que podrían crear nuevas formas culturales sobre el fondo universal, casta humana general. Por su parte, Pereda representa, por el contrario, con su recuperación de esa intrahistoria en el retrato de costumbres y en la incorporación de la lengua popular montañesa, uno de los dos momentos necesarios para la verdadera «españolización de España»: el regionalismo, expresión de un impulso cuya faz complementaria es el cosmopolitismo.
Frente a un purismo español desdeñoso de las regiones y del extranjero, Unamuno defiende en el primer semestre de 1895, en cinco ensayos periodísticos que formarían después el libro 'En torno al casticismo', ese doble movimiento: «europeizándonos para hacer España y chapuzándonos de pueblo». Esto no suponía condescendencia con las aspiraciones maximalistas de tipo regional. Unamuno consideraba inviable el rescate del eusquera: «La pérdida del vascuence es inevitable, y lejos de deplorarla debemos desear los buenos vascongados que sea cuanto antes». El desarrollo social y cultural del País Vasco ya no era posible atenderlo con las herramientas de la milenaria lengua. Así que, al menos en este aspecto, lo de «chapuzarse de pueblo» no era posible, si bien para Unamuno el hecho popular estaba sobre todo en las ciudades: mientras en Barcelona se hablaba catalán, en Bilbao solo castellano.
En dos escritos posteriores en torno al problema del patriotismo, el autor vasco vuelve sobre la pareja que forman la tendencia a la exaltación de la patria chica y la de la humanidad universal, en demérito del estado nacional. Unamuno considera los regionalismos como una manera de hacer una España más completa y compleja, más viva. Y entendía esto también como una cierta tensión o competencia entre las regiones por imponer sus criterios a las demás. En su interpretación la Hispania maior había degenerado en una Hispania minor, y si no se gestionaba bien podía desembocar en una Hispania mínima. Como el dicho contemporáneo que cita el catedrático de Salamanca: «Francia hasta el Ebro, Inglaterra hasta el Tajo, lo demás al carajo».
Naturalmente, con la regionalización se planteaba el problema de crear nuevos casticismos y que se perdiera la idea común de España. De la España imperfectamente unida se pasaría a la España perfectamente desunida. Por ello advierte de la antítesis entre el «regionalismo proteccionista y retrógrado» y el regionalismo «de libre cambio» que conduce a la agrupación de pueblos. Pero esto último no puede suceder si el tradicionalismo español es simplemente sustituido por puritanismos locales: entonces se impedirá el normal desenvolvimiento por el que los «capullos de individualidad» supuestamente habrían de cumplir su metamorfosis sin limitarse a persistir en el gusano que eran. En 1906 escribe el Unamuno optimista: «A constituir la tradición común española tienen que confluir las tradiciones todas de los pueblos todos que integran la patria. En este gran crisol se combinarán y se neutralizarán, predominando en cada respecto lo que por su fuerza vital deba predominar, y allí nos darán el ideal de España». La combinación de vida europea y regional era también el ideal de José Ortega y Gasset para la regeneración de España. Interrumpido por los sanguinarios años 30 y sus secuelas totalitarias, el método puede señalarse como la clave de la monarquía restaurada en 1975 y de la Constitución democrática aprobada por los españoles en 1978. No hay edificio oficial donde no figuren hoy, al menos, junto a la bandera de España, las de la comunidad autónoma y la comunidad europea.
La paradoja de Unamuno consiste en que, para reconstituir España, era preciso no intentarlo, sino esperar a que ocurriera de modo natural mediante la evolución paralela de los «capullos» de individualidad regional y de los intercomunicantes pueblos europeos. Ortega, con menos fe en los misterios del casticismo, entendía las provincias autónomas como escuelas de democracia que fortalecerían el estado nacional español (entendido como estado liberal con un programa social moderno). Pero, por ejemplo, en su oposición a que el catalán fuera oficial en las universidades, por el potencial de enfrentamiento que preveía y temía, no se mostró ingenuo respecto a los unamunianos «capullos casticistas».
Parece difícil sostener hoy que el independentismo catalán sea una etapa de la «españolización de España», a no ser que entendamos por la España «compleja» una verdaderamente complejísima. En Unamuno y Ortega faltaba, porque tenía que faltar en sus espacios de experiencia y sus horizontes de expectativa (conceptos clave del historiador Reinhart Koselleck), la contradicción entre el casticismo regional y las necesidades de un amplio estado del bienestar social (poco compatible con ese «regionalismo de propietarios» que Unamuno criticaba), por un lado, y, por otro, entre los purismos locales y las necesidades de una globalización que incluso desborda el poder de los estados ya constituidos. Ni la justicia social ni la eficacia económica son imaginables a partir de cierto límite de divergencia intrahispánica. Si en un futuro se nos convoca a una mudanza constitucional, deberíamos recordar que el método Unamuno no ha evitado que algunos capullos españoles tengan como meta no la mariposa común, sino la polilla particular. El unitarismo tradicionalista de Menéndez Pelayo era peligroso y demodé; la exaltación intrahistórica de Pereda ha acabado en fenómenos «paracarlistas» (él mismo fue diputado carlista por Cabuérniga); la espontaneidad regional de Unamuno se manifiesta no como convergencia, sino como insurgencia. Vamos necesitando, quizá, otras teorías mejores de la historia de España. Así sabríamos qué hacer con tanto capullo.
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Ana del Castillo
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