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Todas las torres medievales se parecen unas a otras, pero cada torre encantada lo es a su modo. En la de Don Borja, en Santillana del Mar, mora un tímido fantasma aficionado al arte efímero que solo lo muestra por las noches y a personas ... muy escogidas. Si Borja, en Aragón, cuenta con un mítico ecce homo pintado en fresco en una de sus columnas, la Torre de Don Ídem, en Cantabria, tiene rostros mucho más discretos, pero por doquier, en sus vigas.
Por la noche, cuando la vieja fortaleza está ya cerrada, los sillares parecen devorar el silencio. Todo es quietud en un ecosistema con la temperatura controlada y cristales polarizados para proteger la colección de arte moderno que alberga. Calma. Descanso. Paz. Un escenario perfecto para descansar en paz o por lo menos intentarlo.
Construida en el siglo XIV en estilo gótico, la fortificación, que corona la antigua Plaza del Mercado –ahora Plaza Mayor–, cuenta con un edificio anexo y un patio del siglo XVI, algo poco frecuente en este tipo de edificios. Durante los siglos ha sido testigo de muchas cosas, pero su historia de espíritus es muy reciente. Nace a caballo entre el XX y el XXI, después de que en 1981 la Fundación Santillana de Jesús de Polanco y Pancho Pérez la comprara y rehabilitara para convertirla en su sede. En algún momento desde entonces, algo debió despertar una realidad dormida. De pronto, de la noche a la mañana, a los bisontes de Altamira les había salido competencia.
No es la Colección Rucandio, con sus Plensa, Oteiza, Blanchard, Barceló, Genovés, Uslé, Espaliú y Equipo Crónica, entre otros muchos, lo único que se puede admirar en la zona noble del conjunto. Tampoco su impresionante biblioteca de ciencias sociales, comunicación y arte. También hay atractivos mucho más ocultos, etéreos y huidizos. Durante las noches, en las viejas vigas del edificio centenario aparecen y desaparecen rostros. Caras humanas que solo se dejan ver de madrugada, en diferentes gestos y posiciones, y que tan pronto se manifiestan como se difuminan. Tímidas apariciones que se asoman siempre cuando no hay testigos y se puede escuchar el silencio.
Al menos eso es lo que aseguraba un antiguo empleado de seguridad que en su momento incluso pidió el traslado, convencido como estaba de que allí ocurría algo extraño. El siguiente paso o salto al vacío fue el rumor de que allí habitaban uno o varios fantasmas. ¿De quién? A saber. A lo largo de los cerca de siete siglos que cuenta el sillar original, sometido a muchas reformas a lo largo de su dilatada historia, la lista de candidatos es eterna, como la vida de las presencias que la habitan.
Tampoco es lo más extraño que ha sucedido en la villa, que en el Paleolítico recibió visitas alienígenas, como ha quedado constancia precisamente en las paredes de Altamira junto a sus célebres bisontes, o eso al menos aseguraba una pintoresca teoría ufológica.
Los rostros pueden ser obra del espectro o entidades propias atrapadas para siempre entre los muros y tratando de liberarse de su condena. Algo así como las caras de Bélmez. En aquel suceso los análisis químicos demostraron que todo aquello era una patraña. Pero en Santillana del Mar no se ha tratado de hacer negocio con las extrañas manifestaciones. Tan extrañas, que nadie las ha visto. O casi nadie.
El de aquel guarda es el único testimonio de los extraños rostros en los pilares. Ninguna otra persona los vio. O, de hacerlo, calló como una muerta. Nadie después los ha vuelto a observar. Ni el equipo de vigilancia, ni el de limpieza ni el propio de la Fundación Santillana. Conocen la historia, pero tienen claro, sus ojos pueden dar fe, que allí no ocurre nada extraño.
Arte, lo que se dice arte, nunca lo consideró el vigilante, aunque por estilo y las fechas se pueda considerar moderno. Sin embargo, la fundación nunca lo ha catalogado. Nunca se buscaron los temples para catalogarlos o, de hacerlo, nunca se encontraron. Tal vez sencillamente aquel vigilante fuera miope.
Qué es lo que aquel guardia de seguridad vio en las centenarias vigas es un misterio. Lo que sí está comprobado es que le concedieron el traslado. No debió ser sencillo, porque las apariciones no figuran en el convenio de riesgos laborales.
A partir de ahora la vida, toda la vida, independientemente de lo que pueda pasar, no será ya irrazonable. No carecerá de sentido como hasta ahora, sino que en todos y en cada uno de sus momentos poseerá el sentido indudable de que, llamémosle Dios, llamémosle energía, hay algo más allá. Y que habita en la Torre de Don Borja.
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