Castañas que caldean las calles
Parada navideña. ·
Una de las más arraigadas tradiciones es comprar en los puestos de castañeras que asan los frutos al momentoSecciones
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Parada navideña. ·
Una de las más arraigadas tradiciones es comprar en los puestos de castañeras que asan los frutos al momentoLa santanderina plaza Porticada se parece estos días a un parque de atracciones. Mires donde mires, hay gente y luces. Este año, hasta una noria han colocado. El ruido a cierta hora de la tarde resulta tan ensordecedor que es necesario elevar el tono de ... voz para que te oiga el de al lado. Huele a gofres, a churros, a creps, a palomitas y a castañas. Huele a todo junto y se activa el hipotálamo. Entre el tumultuoso ambiente navideño, un niño de chubasquero rojo se apoya enfurruñado en la estatua de Velarde. Si está llorando, es difícil que alguien le escuche. A pocos metros en línea recta, está el famoso tren de las castañas, en el que casi todos los días hay cola. La gente en fila parece una extensión de la 'cabeza' del ferrocarril, ubicado en uno de los laterales de la plaza. La máquina caldea la noche de estampas familiares. La venta de castañas en la calle se activa en Navidad. Una tradición que sobrevive «a duras penas», asegura Tere Salas, propietaria del Castañero de la Porticada, que pertenece a la familia Salas -castañeros y heladeros- desde 1932. Hay otros puestos en la plaza de Las Estaciones y en el Pasaje de Peña, junto a Jesús de Monasterio. Antes, existía uno más en la calle Burgos, pero ya no está. Tampoco el de Numancia.
«Lo que te digo, en peligro de extinción», insiste Tere. «Este año me he tenido que recorrer España entera para encontrar las mejores castañas, porque hay pocas y muy malas». Además, subraya, las ha pagado a precio de oro. Es la consecuencia «de la sequía y del cambio climático», afirma tajante. A pesar de todo, solo ha subido veinte céntimos el precio de venta al público, de 2,80 a 3,00 euros la docena.
Tere, que no para un segundo -ni siquiera mientras habla-, introduce habilidosa las castañas en los conos de papel. Una compañera las asa en el horno instalado en el interior de la máquina. Los que se acercan lo hacen en parte atraídos por el encanto del 'cachivache' y en parte por el olor que desprende. Al lado del horno, el calor produce un efecto soporífero. Incluso en la recargada plaza Porticada. «Hoy se está bien, pero hay días que pega la corriente». Sin embargo, frío -lo que se dice frío-, la castañera no pasa, porque atiende a un cliente y luego a otro y a otro. Así de cinco de la tarde a diez de la noche. Parece duro, sí, pero resulta que lo verdaderamente arduo es el proceso anterior. «Hay que lavarlas, secarlas y seleccionarlas». Una a una, «porque la mayoría contiene hojas y suciedad». Algunas están rotas o agujereadas. Total, «que de un kilo, no valen todas». Además, «tiramos las que creemos que pueden estar mal». Ante la duda, no arriesga. La castañera madruga para realizar esta labor por la mañana y que los frutos estén listos por la tarde. Lo ha hecho así toda la vida. «Tengo 46 años y hasta ahora he estado ayudando a mis padres con el negocio». En la actualidad ella es la jefa «o el comodín, porque hago de todo». Tere lamenta que este año haya tan pocas castañas y alerta de su «fecha de caducidad». «Ten en cuenta que las recogemos en octubre o noviembre y, aunque las conservamos en una nevera especial, tienen una duración determinada». Las castañas de la Porticada son unas castañas muy bien cuidadas, porque a Tere le gusta su trabajo. Se le nota.
Así que, según valora Manolín Mansilla, un cliente diario, las del tren de la plaza «son las mejores castañas». Conocía al padre de Tere, «porque ya venía de niño en Navidad, cuando nos daban 50 céntimos en casa, 25 para el cine y 25 para las castañas, que nos calentaban los bolsillos». Ahora el hombre acude con su nieta, «que se acaba de comer un gofre». Los años pasan y las costumbres cambian. «Recuerdos para Loli, tu mujer», le dice Tere a modo de despedida.
Llega una chica y pregunta que si se puede pagar con tarjeta o bizum. La respuesta es no. «Me da mucha rabia tener que decir que no, pero es que no damos abasto y solo estamos dos personas», justifica Tere. Lleva un gorro de invierno y un polar. Las manos negras y una expresión de amabilidad permanente, lo que no le resta ni un ápice de rotundidad a su discurso. «Los castaños están secos y no hay relevo generacional, por lo que se está perdiendo la tradición», lamenta. «Si no nos concienciamos de las consecuencias del cambio climático, nos vamos a ir al traste», argumenta. Les toca el turno a Carlos y Rosa Bueno, de La Albericia. «Estas castañas son las mejores de todo el norte de España, solo con ver la cola ya te puedes hacer una idea», explican. Es hora punta y las castañeras no paran. ¿Cuántas venden en una jornada como la de hoy? «Los días buenísimos, hasta setenta kilos». Solo que superlativos así hay pocos. Nos alejamos del tren y baja la temperatura. El aire frío te devuelve de golpe a la sonora y colorida realidad. Santander sigue brillando, ajena a los problemas, en un bucle impostado de música y destellos.
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