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Los tres eligen el exterior para charlar. Un parque, un jardín. Zona verde. Tal vez porque en cien años nunca nos hizo tanta falta a todos tomar el aire. Respirar. El caso es que ninguno, pese a lo que podría parecer, se detiene demasiado en ... hablar del maldito año. Del virus. Enseguida desvían la conversación hacia otra parte. Como si ellos ya hubieran dado tanto, que ahora les tocara cargar a otros con los líos y las preocupaciones que vengan. En los tiempos de las cifras, y al hilo de la campaña de vacunación, un dato. En Cantabria hay 220 personas mayores de cien. Ojo, 189 mujeres y 31 hombres. Según el Instituto Cántabro de Estadística, la esperanza de vida en la región es de 83,6 años. Pero la cosa está desigualmente repartida. Ellos, 80,93. Ellas, 86,14.
–Sara, que vosotras duráis mucho más. ¿Qué te parece?
–Que no valéis para nada.
Dice eso, a sus 104, y luego se parte de risa ella sola con una carcajada más contagiosa –y mucho más benévola, por suerte– que la cepa británica. Es lo que tiene hablar con tres personas que han vivido tanto. Es lo que supone escuchar a tres seres humanos con mucho que contar. Se podrían llenar tres periódicos.
Si se preguntan si ya están vacunados la respuesta es casi. Sara Robledo y Vicente Marino Movellán, sí. Con las dos dosis. Ningún efecto secundario. A Concepción Calvo sólo le han puesto la primera. Fue por un problema de comunicación que ya está arreglado y tiene la cita reservada para la segunda. Es cuestión de unos días. En todo caso, los tres extreman las precauciones (Vicente está en la residencia BimBiles, de San Cibrián, y allí hay un protocolo riguroso, y ellas viven con sus hijas, que tienen todo el cuidado). Se quitan la mascarilla para la foto.
Una casualidad. Cuando nacieron –año arriba o abajo, porque no tienen la misma edad– rondaba por el planeta otra pandemia. Entre 1918 y 1920, la gripe española se llevó por delante a más de cuarenta millones de personas. De oca a oca, con mucho por el medio. La República, la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial (Vicente y Sara nacieron incluso antes de que terminara la Primera), la posguerra, la guerra fría, el hombre pisando la luna, la Transición...
–Vicente, buenos días.
–Muy buenas. Que sepas que yo no me quiero morir todavía, que se mueran los feos.
Así fue el recibimiento.
Vicente Marino Movellán- 18 de julio de 1917
«No me acuerdo ya de todo, chaval». Eso dice, aunque más que no recordar, a Vicente (103 años) le entran dudas al poner las cosas en orden. No es extraño si uno puede contar que vivió en Santander, Barreda, París o Barcelona –entre otros lugares–, que combatió en una guerra, que cayó prisionero, que pasó por la cárcel y por los Pirineos, que fue chófer en Francia del embajador de Cuba de la Unesco y hasta que, hace unos meses, superó el coronavirus encerrado en la habitación de su residencia –aunque de eso es de lo que menos habla–.
«¿Que si puedo ponerme de pie? Claro. Y todavía bailo el chachachá». La frase se la pongo para que vean qué humor gasta. Por empezar por el principio, cuenta que nació en «el antiguo hospital de San Rafael» (hoy Parlamento de Cantabria). «Y como mi madre no tenía dinero para volver a Polanco en el tren, hizo 22 kilómetros andando conmigo en brazos». Luego recita de memoria el pueblo francés en el que vivió con sus abuelos. «Burosse-Mendousse, cantón de Garlin, Bajos Pirineos». De la guerra, por ejemplo, relata que se retiraban del Alto del León, en Guadarrama, y que se quedó «parado como un tonto». «Me quedé el último y vi a una chica llorando porque tenía un muerto encima. Le dije que me hiciera caso, que el enemigo nos estaba viendo y que yo la iba a ayudar». Eso no se olvida. Ahora se ríe al recordar que, tras apresarle en Esparraguera, en una parada en el tren que les llevaba a la cárcel en Málaga casi se queda en tierra. «Y el tonto de Barreda salió corriendo detrás del tren que se iba en vez de correr y escaparme en dirección contraria». Lo de la cárcel ya no le hace reír tanto. Malos tiempos y miedo a morir. En su habitación guarda la cuchara de plata que pudo conservar, «con el agujero que le hice con la navaja para llevarla atada». «El tenedor me lo quitaron». Su cuarto. Allí pasa mucho tiempo. «Me encanta ver la televisión. Sobre todo, el ciclismo». Dice que sale poco, que «se ha vuelto comodón». Que antes leía y hasta escribía sonetos y poemas, «pero los años no perdonan, chaval». Trabajó en Solvay, en Sniace, convivió con una mujer «diez años mayor», pero no tuvo hijos. Y está muy a gusto en su residencia. «Con toda la vida que ha tenido, esto del coronavirus le ha pasado casi desapercibido. Cuando lo tuvo, lo pasó durmiendo», dice una de sus cuidadoras con un cariño que se puede tocar.
–¿Qué hora es? Porque yo no he comido.
–La una y veinte. ¿Ya tienes hambre?
–La canina.
Concepción Calvo- 6 de mayo de 1921
Va a hacer los cien en un mes y hasta los 96 vivió sola (ahora vive con su hija). Eso ya dice algo del carácter pionero e independiente de Concepción, Conchi. Ahí va un buen relato. «Escribíamos cartas como madrinas a los soldados que estaban en Alemania». Se refiere a la División Azul, y allí estaba Santos. «Vino de parte del que era mi ahijado, en un permiso». Noviazgo en marcha. «Y cuando vino licenciado de allí, tuvo que hacer aquí el servicio militar, fíjese». Se casaron, tuvieron tres hijos... «Lo que no pudo la guerra, lo hizo un autobús en dirección contraria cuando mi padre venía del fútbol en la moto», añade la hija con la que convive. Así que a los 37 se quedó viuda. Ella, que había estudiado secretariado (y había ejercido la profesión), se puso a trabajar de agente comercial. «A lo mejor fui la primera visitadora médica en España. Iba con el coche, con el 600 y me miraban como a un bicho raro». Todo lo que negociaba por el día lo tenía que trasladar al papel por la noche. Escribiendo hasta las tantas. Y así, hasta casi los setenta.
Tiene una mente clara. Recuerda haber visto a Alfonso XIII por Santander siendo niña, que iba al colegio «por el puente que daba a la catedral», el negocio familiar (Villafranca y Calvo, una industria farmacéutica), que la guerra la pasó en Hoz de Anero con unos familiares o que el incendio de Santander le cogió «por las Estaciones». «Estaba con mi hermana y nos pusieron una maroma para ir agarradas hasta el Paseo de Pereda porque el viento nos tiraba».
Esa cabeza no deja de ejercitarse. Todas las tardes lee alguna revista y pasa un buen rato con el 'Brain Training' resolviendo sudokus, jeroglíficos o jugando al solitario. Mente y cuerpo. «Como este año no se podía salir, todos los días andaba media hora por casa». Dice, al hilo del confinamiento, que ha estado bien porque está «muy cuidada y muy tecleada», aunque echa de menos «ir a comer por ahí o a la compra con tranquilidad». Y del panorama actual, lo que más le llama la atención «es el odio que hay hoy». «Eso me desespera. Que vuelve ese odio por pensar distinto. Incluso entre familias y todo».
–¿Y hay cosas que le gustaban y ya no pueda hacer?
–Como he vivido sola, me lo hacía todo yo. Ahora tengo quien me lo haga, pero eso no lo echo de menos.
Buen humor. También al preguntarle por la primera dosis de la vacuna. «Nada, no noté nada. No sé si sería de agua o qué». No tiene miedo, asegura. Y sí ganas de «estar más tranquila». Y de celebrar como es debido un cumpleaños que será especial.
–Son cien años ya. Es especial.
–Sí. Queríamos celebrarlo, pero... Tengo un hijo y nietos en Valencia. Espero que puedan venir en verano. Entonces lo celebraremos.
Sara Robledo- 4 de noviembre de 1916
Casi al final de la conversación, y cuando sus hijas están a otra cosa, Sara (104 años) se acerca un poco y dice bajando la voz: «Ellas no se lo creen, pero estoy perdiendo memoria». No es raro que no se lo crean. Recién llegada de la peluquería –«voy todas las semanas»– cuenta con detalle que nació en el 39 de la calle Vargas, que su padre tenía una barbería (Robledo) y que su madre trabajaba en casa y como sastre. Fue hija única, «sí que es raro, porque no había televisión», bromea (lo hace todo el tiempo) y estudió «taquimecanógrafa». De soltera trabajó de secretaria en la CNT y en la fábrica de betún. Luego se casó, pero la muerte prematura de su marido (con 29 años, de una pulmonía) le cambió los planes. Fue un vuelco total. «Un martes murió mi marido y el sábado, mi padre». Dos viudas en una semana. Vendieron la barbería y ella volvió a trabajar. Sus hijas eran dos niñas pequeñas (dos y seis) «y me quedé con el cielo arriba y el suelo abajo». Pasó por una fábrica de fideos en la calle Santa Lucía y luego por la antigua –y mítica– cafetería California. «Era la mejor que había. Éramos 33 empleados. Cuánto le he dado yo dale que te pego para la masa de las tortitas...». Treinta años en la cocina. Haciendo de todo.
La guerra y la posguerra las resume diciendo que «no pasó hambre» («aunque había mucha necesidad») y se acuerda de oír las sirenas y salir corriendo a tumbarse en un parque. «Vi pasar los aviones que fueron al Barrio Obrero del Rey». No deja de reírse ni cuando cuenta penas, aunque sus hijas y sus amigas (tiene 'club de fans' en el barrio y bajan a ver cómo le hacen las fotos) dicen que «no hay quien la aguante» si no sale a la calle. «Lo sabrán ellas», responde con sorna. El caso es que no falta nunca a su cita. Se levanta, se arregla, se hace su habitación y se va a por el pan. Luego, parada obligada en el parque «para hablar con una y con otra». Se mueve sola si es por Tetuán porque allí la conocen todos. «De aquí a Puertochico ya no aguanto el tirón». Y es de lo poco que echa de menos. Bajar al centro por su cuenta, ir a hacer las compras... Eso sí, «una cervecita» de vez en cuando con una de sus hijas no falta.
Y justo eso, no pisar la calle, es lo que peor llevó en el encierro. «Pasé muchas horas en la ventana». La vacuna le ha dado «tranquilidad», «con todos esos pobres que han muerto...». Pero lo último que dice del coronavirus es que «ya aburre». «Uno no está con ánimos y todo el día andan que si baja y que si sube».
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