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Ortega en el claustro de la Colegiata de Santillana del Mar, con su mujer, Rosa Spottorno, y el arabista Emilio García Gómez. El filósofo viste ... traje claro de verano y su acostumbrada pajarita. Estamos en 1955. La mirada parece triste, el aspecto es de agotamiento. Ha cumplido en mayo 72 años, pero los duros tiempos de brega en la República (1931-1936) y de apurado exilio en Francia, Argentina y Portugal (1936-1948) pasan factura. Ortega fallecerá ese mismo octubre en Madrid. La fotografía ilustra una gran obra colectiva, las ‘Meditaciones sobre Ortega y Gasset’ (2005).
Ortega había regresado a España a sembrar futuro, pero sabía que su presente sería de enclaustramiento. Golpe propagandístico para un Gobierno con mala prensa internacional, el retorno del filósofo resultaba, empero, peligroso por su propia filosofía: la libertad como condición humana, organizar España en regiones autónomas. Muchos elementos de nuestra vigente Constitución. Esa España posible quedaba ocluida, enclaustrada por unas fuerzas culturales (y otras menos culturales) que la Colegiata simboliza bien, porque la Iglesia, en su versión de nacional-catolicismo español, proporcionó una cobertura propia de imperio romano espiritual, aunque luego rectificaría porque sin caridad no hay fe, ni esperanza de haberla.
Al mismo tiempo, la teoría de Ortega sobre la formación de Europa a partir del hundimiento de la civilización romana tomaba la Edad Media como periodo fundamental. Europa como cultura común y como grupo de naciones es algo que se va gestando medievalmente. Viene Ortega de una reflexión de cuatro años antes sobre ‘el hombre gótico’ y su cristianismo y afán conquistador. El hombre gótico era además prefiguración de la unidad europea (por un estilo común, mientras que el románico había sido muy diverso localmente) a la que el filósofo aspiraba, mediante la superación de los estados-nación. La metáfora es, por tanto, la presencia de Ortega en lo románico de Santillana, en el arte diferenciado, aún lejos de los Estados Unidos de Europa (el Tratado de Roma creará la Comunidad Económica Europea dos años después).
A 62 veranos de esta imagen, las opciones territoriales de España parecen aún trabadas en el punto en que quedaron en los debates de las Cortes Constituyentes de la República en 1931 y al año siguiente en el Estatuto catalán. Ortega promueve un sistema autonómico relativamente homogéneo, aunque suponga una complicación administrativa; Azaña desea contentar a los nacionalismos periféricos con un hecho jurídico diferencial, mientras el resto se deja en estado unitario o en una vía más lenta de autonomismo. El ‘federalismo’ y la «plurinacionalidad» heredan esta posición azañista. Como lo de 17 naciones en España igual no lo firma ni el historiador más fantasioso, en la práctica los socialistas quieren declarar unas pocas naciones de incierto estatus frente al conjunto del país (al final habrá una recortada nación España frente a tres o cuatro naciones ‘periféricas’ que tendrán un estatus jurídico reservado y donde, por ello, el secesionismo futuro no irá a menos, sino a más, pues son los estados quienes crean las naciones, y no al revés).
El problema: que ya no sirvan ni la vía Ortega ni la vía Azaña. El nacionalismo catalán no se conformará con menos que un estatus excepcional y, si lo logra, emulaciones y agravios harán crujir el andamiaje emocional de la nación (sea simple o compuesta). Y no hablamos solo de leyes, sino de euros. El centro de estudios FEDEA nos acaba de recordar que somos la región con más financiación por habitante. Esto dejará de ser así al reducirse la solidaridad entre territorios; pagaremos más impuestos para recibir iguales o peores servicios. La difuminación de la nación española no es algo folclórico, sino de calidad de vida inmediata. Pero la Cantabria oficial no lo ve, ni lo quiere ver. Se limita a enviarnos todos los días sus ‘selfies’ desde el claustro donde habita, mientras extramuros el parado quiere trabajo, el obrero sueldo digno, y el enfermo un médico pronto. Si los jardineros hubieran plantado perales… Hay que recordárselo la próxima vez.
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Ana del Castillo
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