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José Ortega es un hombre modesto, de pocas palabras, pero de acción. «Un aventurero», cuentan quienes le conocen. Nacido en Madrid, pero con muchos amigos ... en Santander y «en todas partes», hace ya 20 años que metió en un cajón su tarjeta de visita como comercial para dedicarse a comprar arte y antigüedades en África.
Viaja hasta Burkina Faso, Mali o Níger tres veces al año para traer a España la cultura de otro país en el maletero. Pero este año, en lugar de recorrer esa línea recta hacia abajo en el mapa, traducida en casi 80 horas de conducción, se puso en contacto con el santanderino Moncho Escalante (que ha pasado 15 días en la frontera con Ucrania dando salida a multitud de refugiados). «Me llamó y me dijo: cuando me digas voy para allá», cuenta Escalante. Total disposición. Así que su propuesta vino como anillo al dedo porque su furgoneta, de nueve plazas, era la idónea para traer a Santander a una familia de ocho personas, solicitud que hizo la comunidad ucraniana en Cantabria. «En esta unidad familiar había niños y un anciano, que no querían separarse ni bien ni mal. Les ofrecimos dos coches, pero estaban aterrados, llenos de incertidumbre, y no querían perderse de vista», cuenta Escalante.
De este modo, Ortega cogió su vehículo y, después de 30 horas de conducción -un paseo teniendo en cuenta el kilometraje de su furgoneta- se plantó en el campamento de refugiados de Przemyśl (Polonia), en la frontera con Ucrania. «Había gente que estaba en dificultades y había que ayudar. Si hubieran sido prorrusos, de Mali o Burkina Faso les hubiera ayudado igual», señala.
Cuando llegó a la ciudad polaca la familia ya estaba preparada para embarcar. De primeras, aunque Ortega tiene una amplia sonrisa y suele generar confianza, las trabas del idioma complicaron la relación entre ellos. Sin embargo, basta con analizar la fotografía que se tomaron a su llegada a Santander, donde se puede ver cómo el más longevo del grupo le agarra con cariño el brazo, para comprender que Ortega formará parte de la historia de esta familia.
En la fotografía también se puede observar cómo la mano izquierda de José está relajada, a diferencia de la derecha, levemente cerrada, como contraída. Él no cree que sea un dato relevante, pero el hecho de que condujera ocho horas diarias durante tres días seguidos con la mano rota hace aún más loable la experiencia. «Me golpeé con el cristal de la puerta de una estación de servicio en Chequia, un golpe de mala suerte por pérdida de concentración. Es una pequeña fractura del metacarpio, no es importante», dice restando importancia a la lesión. No quiso acudir a un centro médico, ni perder tiempo. Su objetivo era traer a la familia a Santander, y así lo hizo.
La primera noche pernoctaron en un colegio salesiano en Chequia y la segunda en otro centro de la misma orden en Lion «que nos acogieron y fueron maravillosos. Así los ucranianos pudieron descansar». Paraban cada tres horas para repostar y estirar las piernas: «Como tengo experiencia al volante, y ya había llevado a grupos de turistas por África, parábamos cada tres horas. Así pude aliviar su sufrimiento. Parecía más una excursión de viajeros que un éxodo».
¿José, volverías a hacerlo? «Ahora se hace de forma oficial, viajan en avión, en autobuses... cuando yo fui no vi organizaciones humanitarias. Pero cuando me quiten la escayola si me surge otro viaje lo haré encantado, con mucho gusto. Esto es un drama y hay una tragedia, pero ha sido gratificante poder aportar mi granito de arena».
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