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El nordeste sopla frío, y a pesar del sol que siempre trae este viento, en la casa de la Asociación Nueva Vida todos van con chaqueta. Salvo Ginés. Nació en Francia hace 52 años, y entre empleos en la construcción, hostelería o en ... el ejército, también ha trabajado de pastor en la montaña, «así que el frío no es un problema», dice con una camisa de manga corta mientras se sienta en el comedor donde desde hace tres meses come caliente y acompañado todos los días. El mantel es de hule. Hay sillas de madera como la mesa y la alacena, donde los juegos de mesa comparten espacio con la vajilla, y las claves del wifi escritas en un papel.
De padres emigrantes, cuando su padre murió, su madre vino a España. Pero hace veinte años «por circunstancias» se separó de su familia y puso tierra de por medio. Trabajó y vivió en varias provincias españolas, la última en Valladolid como pastor de ovejas donde pasaba largas temporadas solo: «Te acostumbras», dice Ginés, y casi puedes imaginar el sonido del rebaño, el eco de los riscos cuando confiesa que la soledad de la calle no tiene nada que ver. Es una soledad que te aísla: «Fue una situación, un mal momento de la vida lo que me llevó a vivir en la calle», y mira la grabadora como intentando comprender qué pasó el 1 de agosto de 2019, cuando llegó a Cantabria. Vino porque estaba cerca, porque quería encontrar trabajo, pero tras varios días deambulando por la capital, cogió un autobús y llegó a Astillero. Desde entonces, una marquesina se convirtió en su hogar hasta que llegó el covid.
¿Cómo acabó en la calle? «Me quise esconder del mundo, y cuando uno se quiere esconder, se tira a la calle», cuenta Ginés, sentado con las manos tranquilas encima del mantel donde a diario comen los ocho convivientes en este hogar de acogida de la Asociación Nueva Vida, y que gracias a la pandemia se ha transformado en uno de los primeros espacios de la región en acoger el 'Housing First', un modelo de atención a las personas sin hogar que además de cobijo y un techo, les da asistencia psicológica, económica y de integración que les «permita salir de dicha casa con un trabajo, con una red de contactos sociales que les ubique en el mundo, que también está ahí para ellos». Lo explica Sofía Gómez, educadora social, que sentada al lado de Ginés en esa mesa, a veces se muerde el labio mientras sigue el relato en primera persona de Ginés: «Cuéntale cómo conociste a Roberto», le propone. Y él sonríe y cambia de postura para hablar del hombre que conoció en esa marquesina de Astillero donde vivió un año.
Ginés52 años, primer residente de la casa 'Nueva Vida'
«Teníamos el mismo problema, los dos estábamos enfadados con el mundo». ¿Quién es Roberto? Y Ginés se piensa por una vez lo que va a decir. Y parece que va a decir amigo, compañero de piso, familia, pero no hay palabra para nombrar a la persona con la que convives en la calle, el término que define el vínculo hecho de cartón, de lluvia que cae de lado sobre la marquesina, ese levantarse juntos «muy pronto» para que la gente coja el autobús sin encontrarlos ahí durmiendo. «Convivimos siete meses, fue una historia de amistad importante. La primera persona que conocí en mucho tiempo y con la que podía conversar. Compartimos Navidad, Reyes, esas fechas, y todo porque un día se acercó a la marquesina y me preguntó si podía dormir ahí; le dije que sí, y volvió al día siguiente, y desde entonces convivimos», recuerda. «En Astillero la gente nos apreciaba, nos lavaban la ropa, el Ayuntamiento nos dejaba ducharnos en el polideportivo; no nos podían dar un hogar, pero los 'municipales' nos daba comida, también los vecinos. Teníamos las necesidades de comer cubiertas, pero necesitábamos el cariño familiar: cuando pierdes el rumbo y el contacto, te cierras en ti mismo». Ginés había elegido ser invisible habitando la calle: «Ni quería que me conocieran ni que supiera nadie nada de mí». ¿Ha tenido mala suerte en la vida? Ginés sube los brazos: «Nunca he tomado drogas, ni tampoco alcohol, pero ¿sabes cuál es la suerte que yo he tenido? Que llegó el confinamiento».
Cuando España se confinó, se puso en evidencia la realidad asistencial de las personas sin hogar: dónde confinarse si no tienen casa. Servicios Sociales habilitó dos albergues donde se alojaron cien personas, uno en Soto Iruz y otro en Solórzano, cuya atención se encomendó a la Asociación Nueva Vida. Allí llegó Ginés: «Tuve una psicóloga persiguiéndome todos los días por el patio para que hablar con ella, ¡una cabezona, qué mula!», dice sonriendo al referirse a Ángela, la psicóloga que «picó y tiró el muro que tenía dentro». Cuando acabó el confinamiento, Ginés volvió a la calle, estuvo dando tumbos, primero en pisos okupa, un rato en la calle, «hasta que Sofía un día me ofreció este recurso (levanta la frente hacia un ventanal donde unas vacas pastan en el monte) y vine con los ojos cerrados». ¿Cree que le han salvado la vida? «Me han guiado a otro mundo. Salvarme la vida, no; yo no quería suicidarme, pero tenía unos muros que no dejaba entrar a nadie, y después de que Ángela los tirara, ahora trabajo con Arancha cada lunes y me puedo pasar dos horas hablando con ella», dice. Pero no la olvida, al contrario, le envía correos contándole todo lo que hace: está estudiando para sacarse 3º de ESO, quiere examinarse de 4º, hacer un curso de socio sanitario y «volver a trabajar».
El nordeste hace brillar más el sol afuera cuando pasa el mediodía, llegan entonces a casa Adama y Luis tras acabar sus clases, uno de su curso de español y otro un curso oficial de manipulador de alimentos. Ginés los saluda y prosigue tranquilo: «Desde que estoy aquí me están pasando muchas cosas buenas, vuelvo a sentirme otra vez útil. Es un momento dulce, pensaba que ya no iba a vivir más, pero puedo empezar de nuevo y tengo una segunda juventud porque encima tengo a los niños que me enseñan». ¿Los niños? Se sonríe y levanta la ceja al piso de arriba, donde hay habitaciones con un número en la puerta donde conviven 'los niños' y él. Mañana, lunes, llegan dos más y serán diez en la casa de la asociación Nueva Vida, tres del programa de reinserción de presos y siete dentro del proyecto de la asociación 'Caminando hacia un modelo Housing First', para personas sin hogar. ¿Qué les une, que tienen en común todos ellos? «Que los familiares están lejos», responde Ginés, pero incluso eso ha cambiado: «Llevo un mes hablando con ellos todos los sábados por Facebook», dice. Se ven las caras y se encuentran -en todos los sentidos de la palabra- veinte años después a través de la pantalla que maneja mejor gracias a las clases de informática.
Hace tres meses vivía en la calle. Ahora, huele a guiso de verduras en el comedor. Garbanzos, matiza, «sin carne porque alguno está de ramadán y también hay que respetar eso». Y antes de que cuente la receta, los 'niños' le rodean para poner juntos la mesa, todos con chaqueta, salvo Ginés.
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