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El hombre se besa los dedos y luego toca, una a una, las tumbas donde yacen sus seres queridos. Murmura algo, se santigua y se queda en silencio frente al pequeño panteón de mármol negro labrado con nombres, fechas y epitafios que, con toda probabilidad, ... se sabe de memoria. Tras unos minutos, repite el gesto de posar los dedos sobre las lápidas y emprende el camino de regreso a la puerta del cementerio de Ciriego, este martes un cúmulo de gente, autobuses municipales, coches –camioneta de venta de refrescos incluida– y agentes de la Policía Local de Santander regulando el numeroso tráfico.
El diálogo silencioso del hombre contrasta con las conversaciones en voz alta que mantienen otras familias reunidas frente a sus tumbas o sus nichos, sentados todos en las sillas plegables y los taburetes que se han traído de casa para pasar la mañana del Día de Todos los Santos en el cementerio. El día es soleado y estas temperaturas atípicas del otoño se cuelan en las charlas entre vivos y muertos. Del camposanto emerge un murmullo hecho de anécdotas, oraciones, el leve ruidito de los espráis desinfectantes aplicados sobre la piedra e, incluso, silencios.
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Una niña baja una de las calles del cementerio con un dibujo en la mano. Se dirige con su familia a la parte baja del lugar. Parece que su intención es mostrarle a quien ocupa una de las tumbas sus progresos artísticos. Se la ve contenta.
En un cruce de manzanas se encuentran dos conocidos. «¿Este es el chiquitín?», pregunta uno de ellos. La mujer, que empuja una sillita con un niño, asiente complacida. «Qué grande está ya, cómo pasa el tiempo...». Ambos se cuentan a quiénes han venido a visitar a Ciriego –madres, padres, tíos– y se despiden emplazándose para verse próximamente. Que no pase de este mes.
Y están las flores. Todos los Santos, para la gran mayoría, no se entiende sin ellas: ramos, coronas, arreglos de todo tipo cuyo precio, este año, parece que ha acusado la inflación. Pero pocos renuncian a embellecer las sepulturas de familiares y amigos con crisantemos, rosas o margaritas. Hay quien opta por los claveles, que son plantas vistosas, alegres y robustas que aguantan bien el paso del tiempo. Y para una resistencia a prueba de sol, lluvia y viento está la flor de plástico, que adorna muchos de los nichos y panteones en Ciriego.
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Pero antes de engalanar las tumbas, muchas familias las adecentan pasando un paño y un cepillo por las juntas. Luego riegan las plantas en abundancia. Y durante todo este proceso o al final del mismo charlan entre sí, o se dirigen a sus muertos en silencio o a viva voz.
En el libro 'Tumbas de poetas y pensadores', Cees Nooteboom da cuenta de sus visitas a las fosas de sus «muertos amados», Italo Calvino, Robert Graves o Susan Sontag entre ellos, con los que entabla un diálogo. Son voces vivas que forman parte de él, dice Nooteboom, aunque hayan muerto hace siglos. «Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. [...] En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella. Pues eso es lo que queremos; queremos que los muertos reparen en nosotros», escribe en la introducción de ese libro.
En Ciriego, en todos los cementerios, ese diálogo parece multiplicarse en el día de Todos los Santos. Conversaciones dolorosas en algunos casos, reparadoras en otros, y sin necesidad de que haya una respuesta.
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