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Cantabria no sería hoy una comunidad autónoma si no hubiese existido el autonomismo de otros, especialmente de catalanes y vascos. Nadie concibe que dentro de ... una España administrativamente unitaria se hubiese reconocido en exclusiva el derecho de Cantabria al autogobierno. Formamos parte de la filosofía general de la 'redención de las provincias' que expuso en época de la Segunda República José Ortega y Gasset, como solución simultánea al separatismo 'bizcaitarra' y catalanista, por un lado, y a la falta de desarrollo democrático en la periferia por culpa de una excesiva concentración de poder en el Gobierno central, por otro. Un sistema de autonomías se veía como una herramienta de cohesión y modernización de España.
Esta fórmula era más moderada que la expuesta en el siglo anterior por Francisco Pi i Margall y que en Cantabria tuvo mucho predicamento a través del Partido Republicano Federal. El federalismo, que se fijaba amorosamente en Estados Unidos (pero no en su devastadora guerra civil de 1861-1865) y en la Confederación Helvética (pero no en la guerra civil de 1847 entre varios cantones católicos y todos los demás), quiere reconstituir la Patria (así se expresaba Pi) desde abajo, con la voluntad federativa de las provincias históricas, que así se redimían convirtiéndose en sujetos constituyentes. Sin embargo, para ser territorio constituyente, ya hay que estar de algún modo constituido, seas el cantón de Valais o el estado de Virginia. Así que el federalismo, paradójicamente, promueve la fragmentación que necesita para luego proceder a la integración, y los ejemplos citados muestran que suele ser mediante alguna guerra civil. Argentina vivió desde su independencia hasta 1880 al menos cinco graves contiendas para decidir si la república era unitaria o federal.
La Primera República española fue destrozada por el cantonalismo. Pavía asalta el Congreso después de que los federales fuercen la dimisión de Castelar por recurrir a militares conservadores para acabar con las rebeliones periféricas. La Segunda República fue puesta en cuestión desde el primer día de su nacimiento por las proclamaciones soberanistas catalanas, tanto la de Francesc Macià en abril de 1931 como la de Lluis Companys en octubre de 1934. Acciones oportunistas y desleales, generadoras de odios y discordias de larga duración.
Desde el punto de vista del puro análisis político, el franquismo podría tomarse como una especie de regencia vitalicia dictatorial o una monarquía militar cesarista. Por otra parte, monarquías constitucionales como la actual y muchas otras europeas, donde el rey cumple funciones solo de relaciones públicas y la política reside en el Parlamento y el Gobierno, han sido descritas a veces como 'repúblicas coronadas'. Es más rey Putin en Rusia que Felipe en España. Así que el título fáctico de Tercera República, si se permite esta licencia metafórica, pero justificada, corresponde a la situación presente. Y lo que vivimos es la crisis de esa república.
Lo más grave de la situación de Cataluña no es únicamente que proceda de una división intelectual y moral tremenda entre los propios catalanes (como recuerda el reciente libro del historiador catalán Jordi Canal, 'Con permiso de Kafka', que me acaba de recomendar mi maestro en Historia Contemporánea); lo más grave será que la 'redención de las provincias' no resulte la solución y que Ortega se haya equivocado. La proclamación de la independencia en el Parlamento catalán no fue solo un pronunciamiento ilegal, sino que además rompió la confianza en el Estado de las autonomías. Murió el pacto tácito de que la autonomía es el punto de equilibrio entre la imposible independencia y el indeseable centralismo.
Por eso un centenar de destacados intelectuales catalanes pidieron esta semana por carta a Rajoy que no dejase tomar posesión a un fanático cuyo proyecto declarado es volver a las andadas. Los que sufren el escarnio en primera fila son los propios catalanes, y quizá ellos no se pueden permitir la dosis de paciencia y de escepticismo que ponemos los demás. Y el más beligerante para que se intervenga la autonomía catalana es un político catalán que resulta ser ahora mismo el más popular en toda España. Hay muchas personas que ya no se creen que los Puigdemont y compañía puedan rectificar y actuar lealmente en nuestro sistema democrático. Y también muchas consideran que hay que corregir los fallos de diseño del Estado autonómico, para evitar que la deslealtad prolifere y cause aún más daños, acaso irreparables.
La ruptura de la confianza el 27 de octubre de 2017, afortunadamente, no fue secundada en el País Vasco, donde el sentimiento independentista está en mínimos históricos (un 19%, según el sondeo hecho público esta semana). Pero ahora se habla en Vitoria del 'Nuevo Estatus' vasco, y en Asturias de hacer obligatorio el asturiano, y de intensificar la obligación de la lengua mallorquina en Baleares… Lo que antes podía verse como demandas razonables para reconocer la diversidad, ahora se recibe con sospecha. ¿No llevarán esas dinámicas a fabricar en serie nuevos tuiteros xenófobos? Para hacer la ensalada no hay que cultivar solo tomates, sino también lechugas. La 'unidad en la diversidad' requiere cultivar los dos conceptos, no sólo la diversidad. Y los que deban su momio público a exacerbar la diversidad se van a desentender de la unidad. Cataluña misma es internamente la evidencia de este enunciado.
La Tercera República se siente en peligro como las anteriores, pero esta vez habiendo ensayado durante 40 años la 'redención de las provincias'. Supongo que nuestra clase política local es consciente de que sin Cataluña no es posible que exista el lujo administrativo de la autonomía de Cantabria (ni otras, tampoco), y que, si se alcanza la conclusión de que el autonomismo ha fracasado y se va a una reforma constitucional, la esfera de autogobierno será menor que la actual. Puede que al final sí logren nuestros vecinos su 'Nuevo Estatus', pero no porque ellos den un paso al frente, sino porque el resto de los reclutas hayan dado un paso atrás.
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Ana del Castillo
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