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. Es 1844. En marzo, el periódico Le Siècle empieza a publicar una serie de folletines de Alejandro Dumas, 'Los tres mosqueteros'. Al otro lado del Atlántico, en mayo, Samuel Morse hace la primera demostración pública de su telégrafo ante los representantes de la Cámara de la Corte Suprema en el Capitolio de EE UU, Washington, enviando un mensaje con destino al ferrocarril de Baltimore. «¿Qué nos ha traído Dios?», saludaban aquellas señales. Entretanto, en España ya han pasado casi dos meses desde que el Ministerio de Guerra ordenara, vía Real Decreto el 28 de marzo –y gracias a su primer director general, el II duque de Ahumada– la creación de «un cuerpo especial de fuerza armada de Infantería y Caballería para proteger eficazmente las personas y las propiedades». Es lunes, 13 de mayo de 1844, y España viene desarrollando una piel muy dura por aquel entonces. Sus habitantes todavía se limpian las heridas tras seis años de guerra contra la invasión napoleónica –entre 1808 y 1814– y otros siete contra sí mismos –con la Primera Guerra Carlista, entre 1833 y 1840–. Pero la paz es algo más que la ausencia de guerra, y la criminalidad comenzó a ser un serio problema para la seguridad pública en las calles. Timadores, embaucadores y fugitivos de todo pelaje. Ladrones.
Cantabria no era una excepción, y aquel lunes de hace 175 años se publicó otro Real Decreto clave para revertir el alza de delitos y dar paso a lo que hoy conocemos como la Guardia Civil de Cantabria. El llamado tercio de Burgos, compuesto por las comandancias de Burgos, Santander, Logroño y Soria, significa la primera presencia histórica de la Benemérita en la Comunidad. Hubo que esperar, eso sí, a noviembre de ese año, para asistir a una distribución real de la división.
Ese otoño se destinaron a la capital cántabra un oficial y una veintena de agentes al primer cuartel de la región, el de San Felipe, donde hoy se encuentra la plaza de las farolas. ¿Las condiciones? Muy precarias o, mejor dicho, las de mediados del siglo XIX. Desde luego aquellos centros no estaban mejor equipados que cualquier otra casa de la época, al contrario. ¿Luz? Faltan años para el desarrollo de las primeras lámparas. ¿Agua corriente? Ni gota. Todo lo imprescindible les era entregado en un baúl donde cargar con todo lo necesario. Armas, calzado, higiene, comida... Lo básico para afrontar las antiguas correrías de días enteros detrás de un malhechor, a través de los bosques y las zonas más inhóspitas. Lo dicho, muy precario.
Con todas esas dificultades, la apuesta de la Corona para aumentar la presencia del cuerpo en España queda reflejada dos años más tarde, el 12 de julio de 1846, cuando se aumentaron los efectivos y la unidad pasó de ser Sección de Infantería a una Compañía con más de 70 hombres. Esa misma comandancia se dividiría en dos –Torrelavega y Laredo– 15 años más tarde. En estos años también se pone de manifiesto la estrecha relación del instituto armado con la sociedad civil, un vínculo basado en el socorro mutuo dadas las apuradas condiciones del cuerpo, pero también en la noticia que suponía para los lugareños de entonces toparse con dos agentes en un sendero cualquiera.
Ya en el siglo XX, los acontecimientos clave para el desarrollo e implantación de la Benemérita en Cantabria se suceden uno detrás de otro. En 1906, por Real Decreto el 6 de agosto, se declaró a la comandancia de Santander de primera clase con un nuevo teniente coronel. Bajo su mando una plantilla total de 260 efectivos, y que 14 años más tarde conformarían el 25º tercio con residencia en Santander.
El 18 de julio de 1936 llegan las malas noticias para todos, también para la Benemérita. La sublevación militar y el golpe de Estado de Franco dividen al cuerpo en dos. Hay ejemplos de todo tipo. Reparto de armas entre la sociedad civil, asesinatos de comandantes por sus propios subordinados... Entre ambos bandos se estima la pérdida de más de 2.700 uniformados en toda España, según el Servicio de Estudios Históricos de la propia institución.
«De los 175 años de historia yo he vivido casi un tercio». Así se presenta, sin perder la sonrisa, el capitán de la Guardia Civil Javier Fernández Martínez, de Santoña. Con 40 años de servicio detrás, ha trabajado en Santander, en Liendo, en Ordizia (Guipúzcoa) e incluso en Barcelona. Ya en reserva, el capitán asegura que la institución que deja «ha cambiado en muchos aspectos» comparada a la de sus inicios. Se refiere al uniforme y hasta los medios que entonces disponían. «Cuando yo ingresé, en muchos cuarteles no había ni vehículos», recuerda. Todo lo demás son palabras de agradecimiento a sus compañeros y ánimos para los próximos agentes que ejercerán «esta gran responsabilidad». Y vuelve a sonreír cuando habla del futuro: «Muchas asignaturas: desde la montaña, aprender a jugar al mus y a tocar la guitarra».
En marzo de 1944 llega un acontecimiento clave para entender la expansión de la delegación cántabra de la Guardia Civil. Se crearon cuatro compañías rurales, tres de costas y una de especialistas, lo que aumenta sobremanera el número de efectivos en la región hasta alcanzar los 1.049, con más de 70 puestos y 24 destacamentos. Al año siguiente, esa cifra aumentó en 200 agentes más. ¿Una de las razones? Su estreno a cargo de la vigilancia en la entonces conocida como Colonia Penitenciaria de El Dueso, en Santoña, con 114 guardias civiles. Otra fecha destacada en su calendario llega en agosto de 1960, con la creación de uno de los subsectores más populares para la ciudadanía, el de Tráfico, con destacamentos en Santander, Laredo, Torrelavega, Reinosa y San Vicente de la Barquera. La sofisticación de los cuerpos de seguridad –y la delincuencia– está dando paso a nuevas especialidades, así como a una estructura cada vez más empapada del día a día en los pueblos de la región.
Por desgracia, esa evolución va aparejada esos años con el surgimiento de una nueva lacra que, sólo en Cantabria, terminaría dejando 46 atentados y cinco víctimas mortales: el terrorismo de ETA. El primer contacto del instituto con la banda en Cantabria tuvo lugar en 1969. Un tiroteo en Mogrovejo entre miembros de la banda y guardias civiles sienta el precedente de la amenaza etarra en la Comunidad.
En más de cuatro décadas de actividad armada, los terroristas mataron a cuatro guardias civiles cántabros. El primero en 1980, Mariano González Huergo, natural de Cosgaya, asesinado en un bar de Marquina. En 1987, Pedro Galnares es enterrado en su tierra, Potes, tras ser asesinado en Oñate (Guipúzcoa). Dos años más tarde, el luto se repite en Santoña para despedir a José Calvo Hoz, asesinado en Guecho. Y la última huella de la barbarie se remonta a 2002, año en el que le quitan la vida al cabo Juan Carlos Beiro, en Leiza (Navarra).
Fueron años muy duros para la Guardia Civil de Cantabria. No sólo por esta lacra asesina, sino también por las actuaciones que a sus agentes les encomendaron para mantener el orden frente a situaciones que darían lugar graves incidentes entre trabajadores de La Naval y uniformados, en Reinosa y toda la comarca de Campoo-Los Valles, entre marzo y abril de 1987. Los episodios durante la reconversión industrial se cobraron una fatalidad, la de un trabajador muerto, Gonzalo Ruiz García, miembro del sindicato Comisiones Obreras, cuando éste se refugiaba en un garaje, el 5 de mayo.
Desde que pudo estar en contacto con la labor de la Guardia Civil en un voluntariado, Milagros –prefiere mantener su apellido en el anonimato–, de 33 años y origen navarro, lo tuvo claro:quería ingresar en la Benemérita. Hace apenas un año que alcanzó esa meta y, ahora que está destinada en Castro Urdiales, anima a más mujeres a incorporarse a «un cuerpo policial tan apreciado y con actuaciones tan intachables». La presencia de ellas es clave en futuro: «Las mujeres somos indispensables. Para tratar con víctimas, en cuestiones de violencia de género... Tenemos una perspectiva diferente a la de los hombres, y vemos cosas que a ellos se les escapan». Con toda una carrera por delante, la navarra aspira a seguir vistiendo de verde, llegar a sargento, y si puede elegir, especializarse algún día en el Seprona.
Por suerte, aquella década no sólo dejó malos momentos. Un año más tarde, en 1988, la Guardia Civil incorporó a la mujer en sus filas, un avance que abrió la puerta a 400 mujeres en promociones de 2.900 personas. El único pero es que ese desequilibrio se mantiene hoy. Según los datos del Ministerio del Interior, sólo el 7,2% de la plantilla está compuesta por mujeres. En Cantabria son 76 y en todo el país el porcentaje de féminas en puestos de responsabilidad –oficiales– cae hasta el 3,1%. Con todo, el INE publica todos los años un dato que revela un éxito incontestable tras 175 años en guardia: es la institución mejor valorada por los españoles.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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