El famoso discurso en que Manuel Azaña proclamó en 1931 que España había dejado de ser católica ha sido ominosamente sepultado por dicha expresión propagandística. ... En realidad, la alocución fue un acabado resumen de una cierta interpretación de la historia de nuestro país por parte de la pequeña burguesía progresista. No tenemos espacio aquí para detenernos en esa visión azañista del devenir nacional, cuyas referencias eran tan complejas como correspondía al elevado nivel formativo del orador, pero sí podemos recordar su diagnóstico de actualidad sobre cuáles eran los tres asuntos más urgentes para la España de aquellos días: el de «las autonomías locales», el «problema social» en cuanto a la necesaria reforma de la propiedad, y el «problema religioso» entendido como instauración de un estado laico.
Hay todavía rescoldos, en ciertas batallas dialécticas en torno a la educación, de este tercer problema, si bien resulta difícil negar que el derecho a la enseñanza (a recibirla e impartirla) no es del poder, sino del ciudadano, y que su regulación práctica debe respetar este principio, perfectamente compatible con una escuela pública potente y de calidad; que no es lo mismo que una escuela burocratizada e ineficiente, pues modelos de organizar lo público hay muchos (les invito a que examinen si después de cursar 10 años de Inglés nuestros egresados de 4º de ESO dominan realmente el Inglés).
Pero los dos primeros problemas de Azaña siguen existiendo: cuestión autonómica, cuestión social. Cierto que ahora se plantean de otra manera. Lo que entonces implicaba dar satisfacción a dos o tres regiones separatistas, ahora supone organizar un estado donde toda región demanda su esfera de autogobierno; café para todos, incluso si no es la misma calidad de café, o algunos llevan leche y otros son descafeinados. Y la cuestión social, con un campo vacío y unas ciudades repletas, no es hoy esencialmente la propiedad agraria, sino la inclusión urbana, la protección de los mayores, la evitación de la pobreza, la integración de inmigrantes.
En Cantabria continuamos mirando hacia estos temas con una especie de anacrónica fijación: quejas contra la educación concertada, suspicacias autonómicas, y dudas sobre el lazo que une prosperidad y solidaridad (¿se puede repartir lo que no existe?). Y bien está que hablemos de ello. Sin embargo, no pasamos de Azaña en tal caso. Solo llegaremos a nuestro propio tiempo de reflexión cuando añadamos la dimensión europea. Lo que nos distingue de la época de Azaña (pero nos une todavía al ideario de José Ortega y Gasset, mucho más profundo y generoso, y por ello adelantado a su tiempo) es la construcción de una Europa política coherente.
Y hay que reconocer que, desde aquel tiempo ya lejano en que el eurodiputado Jesús Cabezón recorría nuestra región predicando Europa, o reclutando excursiones didácticas a Estrasburgo, no ha vuelto a existir en nuestra tierra ninguna voz importante que apueste por Europa y que diga lo que Cantabria quiere aportar a ese proceso. Aunque los grandes retos del presente necesariamente se abordan en el marco de la UE, nuestros discursos siguen siendo marcadamente localistas y de vuelo corto. Parece que, a la hora de proponer, Europa nos rodea pero no nos incluye. Y esto es más grave todavía en las jóvenes generaciones de políticos regionales, virtualmente mudos al respecto. Pero solo con claridad sobre Europa dotaremos de la debida actualización a los tres problemas azañistas: la articulación interna de España, la solidaridad entre personas, y un espíritu de libre pensamiento que no es hoy especialmente amenazado desde Roma, sino desde otras muchas instancias de coacción cotidiana. Quizá la inquisición no ha desaparecido, sino que solo se ha desamortizado y digitalizado.
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