Cuatro cementerios con encanto
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La celebración del Día de Todos los Santos devuelve a los camposantos su protagonismo. Cantabria cuenta con algunos ejemplos de renombreLos camposantos son reflejo de las ciudades que los cobijan, de su esplendor y decadencia y hasta del modo de entender la muerte por parte de sus moradores. Cuentan su historia, su gusto y, cada vez más, también la falta de él.
Ciriego (Santander)
A menudo los cementerios componen algo parecido a una imagen en negativo de la ciudad: al menos eso era así antes de que se contagiasen de la fiebre utilitarista de estos tiempos, que los va transformando de forma irremediable en poco más que puntos de almacenaje y archivo.
«Aquí se puede visitar la historia más reciente de Santander, de los últimos 150 años», asegura Patricia Gómez Camus, responsable de Patrimonio y Catalogación del cementerio de Ciriego. Ofrece, incluso, la posibilidad de observar el reflejo de una ciudad que ya no existe: «Tenemos trabajos de los arquitectos, maestros de obra y marmolistas más reputados de la primera mitad del siglo XX, como Valentín Ramón Casalís, Emilio de la Torriente, Miguel Doncel, Manuel Casuso Hoyo, Alfredo de la Escalera o Javier González de Riancho. Mucha de su obra arquitectónica desapareció con el incendio de la ciudad, en 1941, pero aquí se conserva su huella».
Gómez Camus define Ciriego como «una biblioteca de piedra». Un recorrido ordenado por el recinto, inaugurado en 1893, permite repasar los acontecimientos más destacados del último siglo y medio paseando junto a las tumbas de sus protagonistas: los héroes de la Revolución de 1868, los soldados caídos en la Guerra de Cuba, las víctimas de la explosión del Cabo Machichaco, las de la Guerra Civil...
Si se prefiere, ese itinerario puede completarse a través de nombres propios, resumido en el panteón de personalidades ilustres donde están representadas las artes –Pancho Cossío, Manuel Llano, José Hierro... y, recientemente, Mario Camus–; la ciencia –Augusto González de Linares, González Echegaray...–; la milicia –el capitán Palacios–; o el trabajo social –sor Ramona Ormazábal, Antonio de la Dehesa...–.
Hay otro Ciriego artístico y monumental, con piezas escultóricas de gran valor y panteones que muestran la evolución de un gusto cambiante en cada época, con piezas neoclásicas y neogóticas, y algún ejemplo de secesión vienesa, modernismo al estilo centroeuropeo.
«Quizás la pieza más curiosa sea el panteón de la familia Pardo», opina Patricia Gómez Camus. Catalogada como neorrománico bizantino, es obra de Javier González de Riancho –responsable, con Gonzalo Bringas, del Palacio de La Magdalena–, y cuenta con frescos de Gerardo de Alvear y un llamativo recubrimiento de mosaico. «Es el paradigma del arquitecto que trabaja en la obra civil de la familia y en esas mismas fechas viene a trabajar en su última morada», define.
Comillas
Con aire desafiante, las alas desplegadas y la mano apoyada en el puño de la espada, el ángel protege desde lo alto el cementerio de Comillas, que con sus arcos desnudos parece el escenario de una batalla.
En realidad, lo que hizo su creador, el arquitecto barcelonés Lluís Domènech i Montaner, fue integrar las ruinas de la antigua iglesia gótica a su diseño del camposanto, interviniendo en esos restos –algo que hoy sería considerado un sacrilegio–, para crear ese efecto de conjunto y dotarlo de una nueva y poderosa perspectiva.
«Cuando se habla de elementos modernistas en Comillas, siempre aparecen el Palacio de Sobrellano, la capilla-panteón, la Universidad Pontificia..., pero no siempre se llega al cementerio», explica Isabel Cofiño, doctora en Historia del Arte y profunda conocedora del patrimonio artístico de la región. «Realmente, se trata de un cementerio con mucho encanto», añade.
«A finales del siglo XIX se recurrió a Domènech i Montaner para ampliar el pequeño cementerio de la localidad: era el arquitecto de cabecera del segundo marqués de Comillas, Claudio López Bru, y el responsable de la parte más modernista de la Universidad Pontificia, entre otras obras», rememora.
«Tuvo en mente en todo momento resaltar esas ruinas medievales –lo medieval estaba muy en boga en esa época–: por esa razón el muro del recinto no es muy elevado, y permite ver las ruinas de la iglesia; luego, hace esa intervención, que hoy nos echaríamos las manos a la cabeza por atreverse a romper unas ruinas medievales, abriendo esos dos arcos: con eso consigue perspectiva, la relación del cementerio con el mar».
Y en lo alto, el ángel. «El ángel de (Josep) Llimona es el elemento más significativo: es uno de los elementos icónicos del cementerio y de toda la villa, y uno de los más reconocibles».
Según Cofiño, el marqués pudo tener un especial interés en llevar a cabo esta reforma del cementerio para dar realce al lugar donde fue enterrado su cuñado –también amigo y socio–, Joaquín del Piélago: a él corresponde la tumba más destacada del lugar, con la escultura de un ángel listo para alzar el vuelo subido sobre una gran ola. El mausoleo ocupa, además, un sitio privilegiado, en la zona más alta: era común entre la gente pudiente levantar sus panteones en esos puntos elevados y con las mejores vistas, por más que sus ocupantes no pudieran disfrutar ya de ellas.
Geloria (Torrelavega)
Tomás Bustamante confiesa que tiene dos grandes aficiones, los bonsais y los muertos. La primera no requiere mucha explicación, pero quizás la segunda sí: este veterinario, para quien la historia de Torrelavega no tiene secretos –con diez libros publicados sobre la ciudad–, se ha propuesto recuperar y escribir la biografía de las 6.000 personas enterradas en el cementerio de Geloria durante el siglo XIX. «Geloria se construye en 1810, cuando cambia la reglamentación y se prohíbe enterrar en la ciudad: antes se sepultaba a la gente o bien dentro de la iglesia de la Consolación –en la Plaza del Grano–, o en un huerto adyacente a esa plaza. Ese año se empieza a construir ese cementerio, muy pequeñito, como también lo era entonces la villa: en 1810 se entierra a nueve personas», señala Bustamante.
Conforme crecía la localidad, lo hacía también la necesidad de espacio para enterrar a sus muertos. «Los hermanos Herrero, que eran ateos y librepensadores –uno de ellos llegó a prohibir la entrada de un cura cuando ya estaba en el lecho de muerte–, construyeron cerca del cementerio de Geloria otro de carácter civil. El cementerio católico se fue ampliando con el paso de los años, hasta que en 1929, en tiempo del alcalde Mazón, se tiró la tapia que los separaba a ambos».
«Geloria merece una visita porque es el cementerio de la villa, con más de 200 años, y donde reposan las personas más famosas e ilustres de Torrelavega: hay alcaldes, corregidores de la villa, condes, marqueses...». Bustamante destaca, por su belleza, el panteón de los Argumosa –«prohombres de Torrelavega: médicos, cirujanos, farmacéuticos...»–, y apunta cómo las plagas incrementaban la mortandad de la ciudad, con muchos párvulos entre las víctimas: la epidemia de cólera que se padeció en 1855 provocó que aquel año el número de fallecidos se elevara a 103, cuando habían sido 50 el anterior.
«Como tengo tantos libros sobre Torrelavega, me llamaba mucha gente de fuera, hasta de Estados Unidos y Canadá, preguntándome por parientes enterrados aquí, y estamos haciendo esa relación –con Amparo Fernández Regatillo–. Dentro de unos años tendremos la biografía de los 6.000 enterrados en Geloria: quiénes eran, qué hicieron, con quién se casaron, cómo murieron...», describe Bustamante.
Ballena (Castro Urdiales)
Es un cementerio muy romántico, empezando por el mismo momento en que se le declaró Bien de Interés Cultural (BIC), un 14 de febrero (de 1994): es una imagen bucólica, con el mar Cantábrico a los pies, la iglesia de Santa María al fondo... Un mirador rodeado de paz y tranquilidad y orientado hacia Castro». Así describe Rosa Palacio, concejal de Patrimonio en Castro Urdiales, el cementerio de Ballena, construido a finales del siglo XIX.
«Ofrece un paseo muy íntimo, que aporta mucha tranquilidad, y te vas rodeando de monumentos de un gran valor artístico, con obras arquitectónicas que son auténticas maravillas, en especial las de Eladio Laredo y Leonardo Rucabado. La gente que lo visita aprecia mucho el arte, la arquitectura y el diseño, la belleza y el simbolismo funerario, con muchos estilos: gótico, romántico, vienés, art nouveau... Es un verdadero museo a cielo abierto, así es como llamamos al cementerio», relata Palacio.
Entre la docena de panteones más singulares y vistosos del cementerio de Ballena destaca el que el arquitecto Leonardo Rucabado ideó para la familia de su mujer, los Del Sel, donde a la postre él mismo sería inhumado. Realizado en bronce, mármol y piedra caliza, tiene como figura central la figura femenina de un ángel con un tocado de aire egipcio, una influencia oriental que se ve confirmada por los escarabajos de bronce que aparecen representados a los lados del sepulcro: eran animales que, según la antigua tradición de aquella cultura, tenían la propiedad de comenzar a existir espontáneamente.
«El diseño del cementerio refleja muy bien la vida social que había entonces en la villa marinera», continúa explicando Palacio. Trazado con avenidas, como si se tratase de una ciudad, los panteones se asoman a ellas como los edificios a las calles. Y estas están claramente jerarquizadas, reservando las mejores zonas para las clases más acomodadas: los Ocharan, Goicuria, Rucabado, Artiñano y Carranza, miembros de la burguesía local y vizcaína, exhibían en el camposanto el mismo poderío que era patente allí donde tenían sus residencias.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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