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NACHO GONZÁLEZ UCELAY
Santander
Lunes, 5 de abril 2021, 07:09
La Semana Santa ha dejado a su paso por Cantabria dos lecturas muy interesantes. Una, que quienes sirven el ocio están empezando a mostrar ilusionantes señales de fortaleza -era eso o caer por el barranco- y otra, que quienes lo consumen están empezando a ... mostrar preocupantes señales de debilidad. No es la mayoría, que sigue soportando resignada las limitaciones impuestas a sus libertades, pero sí un sector de la población cada hora más representativo cuya responsabilidad va decayendo a igual ritmo que va creciendo su hartazgo.
«Es verdad. A la gente le cuesta cada día más cumplir las normas», admite un policía local apostado en la plaza de Cañadío, el epicentro del ocio nocturno, reconvertido en semidiurno. «Pero en cierto modo es normal. Entienda que ya llevamos un año viviendo en estas circunstancias y que todos, incluso nosotros, estamos ya un poco cansados de esta situación».
Más psicológica que física, esa fatiga de la que habla el agente ha desembocado en un notable incremento de las infracciones, unas cometidas inconscientemente, otras conscientemente, y todas a la vista de cualquiera que durante esta Semana Santa se haya paseado por la ciudad y, para concretar un poco más, por aquellas zonas que ofertan una copa en la terraza.
La Policía Local Sobre las conductas
Adaptados a un nuevo modelo que ha cambiado sus hábitats, que ha variado sus usos horarios, que ha alterado sus costumbres y que ha distorsionado la fisionomía de las calles de la capital, los propietarios y empleados de los restaurantes, bares y pubs que dominan el ocio nocturno «hacemos ímprobos esfuerzos por cumplir y hacer cumplir las normas vigentes». Pero no siempre lo consiguen.
De ahí el alarmante catálogo de infracciones detectadas el sábado por la tarde/noche en sus establecimientos.
En el Río de la Pila, donde las barras de los bares se han trasladado a la carretera con permiso temporal del Ayuntamiento, el responsable del pub Bull entra y sale del local apresuradamente sin reparar en que hay siete clientes donde, por ley, debería haber tan solo seis.
La hosteleríaSobre los clientes
«Pues no me he dado cuenta, pero ahora mismo se lo digo», asegura con gesto contrariado. «Es que estoy trabajando solo y, claro, en estas circunstancias, es difícil controlar esas cosas», explica a la vuelta el hostelero, por lo demás «muy contento» con el nuevo formato porque «a mi modo de ver es mejor que el tradicional».
Claro que si ya es chocante ver a siete personas tomando copas sentadas todas a la misma mesa, más lo es todavía acercarse y descubrir que entre ellas hay algunos sanitarios.
LOS AFOROS Las mesas de algunas terrazas excedían, de largo, el número máximo autorizado de personas
LOS 'INTRUSOS' Los hosteleros detectaron una «abundante» presencia de clientes procedentes de otras comunidades autónomas
LAS NORMAS Algunos empresarios reincidieron en las infracciones por las que ya han sido sancionados
«En principio éramos cinco, pero ha venido una pareja y se ha sentado con nosotros y ninguno nos hemos dado cuenta», se justifica uno de los clientes. «Pero vamos, que no hay problema», concluye otro. «Porque aquí el que no ha pasado el coronavirus está vacunado». ¿Sanitarios? «Sí, alguno hay».
Con diferentes protagonistas, esta escena se repite en otras terrazas de la ciudad, la mayoría atestadas de gente.
En la del mesón Rampalay, cinco jóvenes, chicos y chicas, están sentados plácidamente alrededor de una mesa colocada lo suficientemente cerca de otra que están ocupando cinco más como para sospechar que los diez están juntos.
«Sí, somos del mismo grupo. Hemos recurrido al viejo truco», reconoce una de las muchachas. A otra, sin embargo, verse retratada no le hace ninguna gracia, de manera que zanja bruscamente la conversación.
Y lo mismo sucede en la terraza que ocupa La Rana Verde, en la concurrida Peña Herbosa, donde el Ayuntamiento también ha ordenado el cierre de la calle al tránsito rodado para ayudar así a fortalecer la actividad hostelera de la zona.
Allí hay nueve muchachos sentados en torno a la misma mesa. «Somos convivientes», dice uno. ¿Los nueve? «Bueno, en realidad somos los amigos de siempre», termina admitiendo el chaval, que tampoco quiere extenderse en las explicaciones.
Ni él, ni el responsable del local, que está cansado, masculla, «de los medios de comunicación y de que cada vez que sube la incidencia del covid la culpa sea de los hosteleros».
Pero las infracciones de las leyes observadas esta Semana Santa han ido mucho más allá de aquellas relacionadas con el aforo, normativa, esta, que tanto hosteleros como clientes han procurado respetar por lo general. Y lo peor. En ellas han incurrido -a sabiendas- algunos empresarios agobiados por su situación, ya desesperada.
«La Policía Local me ha cascado una multa de 3.000 euros por tener sillas colocadas en la calle», se duele el dueño de un pub que mejor para él no nombrar porque se está refiriendo a las mismas sillas que sigue teniendo colocadas en el mismo lugar. «A mí el Ayuntamiento me permite tener esas pequeñas barras que ve ahí pegadas a la pared, pero la gente no quiere estar así, la gente quiere consumir sentada y yo ahora no estoy para perder clientela, ¿me comprende?». En cierto modo, sí.
Lo que se comprende menos es la «abundante» presencia de clientes llegados de otras comunidades autónomas de España, de Madrid más concretamente, que los hosteleros han detectado esta Semana Santa consumiendo en sus establecimientos. Ciudadanos que han roto el candado perimetral contraviniendo de esa manera otra de las normas en vigor y que se delatan con sus actitudes.
«Son fáciles de identificar», cuenta el dueño del pub Terminal Sur, situado en la calle Sol. «Sí, porque a lo mejor están en la terraza, encienden un cigarrillo y cuando vas a decirles que no está permitido fumar contestan: 'Ah, ¿no? Es que como en Madrid se puede...'». Ese y otros detalles que no son posibles de ocultar a los ojos y oídos del hostelero, -dotado con un curioso instinto para detectar presencia foránea- prueban la estancia injustificada en Cantabria de ciudadanos provenientes de otras regiones de la que da prueba el propietario del bar La calle, en Cañadío. «Sí, ha venido gente que no debería estar aquí».
Además de un efectivo detector de intrusos, el tabaco se ha convertido, junto al uso indebido de las mascarillas, en otro de los grandes problemas a la hora de hacer posible la convivencia entre el virus y el ocio. «Los clientes no se dan cuenta. Encienden un cigarrillo, se quitan o se bajan las mascarillas... Y hay que andar detrás de ellos», explica uno de los encargados del bar El Ventilador, en Cañadío, donde se concentra una multitud a diferencia de otros tiempos bien organizada.
Multitud que, a las diez y media, apura la copa al pie de la plaza viendo caer una a una las persianas de los bares y pubs del lugar, donde, a esa hora, comienza a tomar posiciones el servicio de noche de la Policía Local.
Es, a partir de entonces, cuando empiezan a aflorar las infracciones más graves.
«El problema con el que nos podemos encontrar a esta hora es que, de aquí, muchos se marchan a casa a seguir la fiesta allí», subraya uno de los funcionarios, que recuerda que ese tipo de reuniones no están permitidas conforme a la ley vigente.
«En líneas generales, la ciudadanía está colaborando muy bien. Es verdad que tiene ganas de salir, de divertirse, de pasarlo bien, de olvidarse de sus problemas, y que eso provoca que, a veces, seguro que de forma inconsciente, infrinjan alguna normativa. Pero es que eso es inevitable», dice condescendiente.
«Pero también es verdad que hay cosas que se pueden evitar». Como por ejemplo, la reiteración en el incumplimiento de la ley. Es, entonces, cuando toca intervenir y cuando, en consecuencia, llegan los lamentos.
Por ejemplo, el de un joven que, en la misma cara de los agentes, fuma y bebe alcohol en la vía pública desprovisto de mascarilla. Multa al canto y ruego inútil. «Pero, señor agente, vamos a ver. Que yo les respeto muchísimo, que están haciendo un gran trabajo, se lo digo de verdad, coño. Pero ¿me va a multar por esto? Pero, pero... ¡No me multe por favor!», implora al policía.
«Es el pan nuestro de cada día», explica otro de los funcionarios, que cruza un extraño saludo con un viandante ya de cierta edad. «¡Adiós, señor agente ¿eh? Adiós», dice el hombre con gesto serio. «Buenas noches, caballero», responde educadamente el policía. Le acaba de multar.
Cuenta el hombre que le ha sancionado solo por bajarse la mascarilla y dar un beso a una chica con la que iba abrazado. «Pero eso es lo que cuenta él», replica el policía.
Con los ecos de esas quejas, el servicio de noche termina de 'limpiar' la plaza de Cañadío, donde ya apenas queda un alma, e inicia una ronda de vigilancia por el resto de la ciudad para comprobar que ya está recogida y abordar así el último objetivo: disolver cuantas fiestas no autorizadas se estén celebrando en propiedades privadas.
Un problema que no es menor -la Policía Local calcula que durante los fines de semana recibe no menos de una docena de llamadas de vecinos alertando de este tipo de reuniones ilegales- y del que los hosteleros vienen avisando desde hace ya tiempo convencidos de que las restricciones impuestas a los ciudadanos solo han conseguido trasladar el ocio nocturno de sus locales a las casas de sus clientes, con el evidente perjuicio que ello está provocando en sus cajas y, más todavía, en la salud de los ciudadanos.
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