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Con rara unanimidad, los diputados del Parlamento de Cantabria aprobaron esta semana, posiblemente como homenaje al 39º aniversario de nuestra Constitución, iniciar el trámite para modificar el Estatuto de Autonomía, de modo que ellos mismos y sus sucesores en los escaños dejen de estar ‘aforados’. ... Si tienen éxito, pues, acabarán ‘desaforados’, es decir, perderán el fuero que hoy se les reconoce.
¿Cuál es? El artículo 11.1 del Estatuto establece que diputadas y diputados, durante su mandato, «no podrán ser detenidos ni retenidos por los actos delictivos cometidos en el territorio de Cantabria, sino en caso de flagrante delito, correspondiendo decidir en todo caso sobre su inculpación, prisión, procesamiento y juicio al Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma». ¿Y si los hechos tuvieran lugar, pongamos, en Aguilar de Campoo? Respuesta: fuera de Cantabria, «la responsabilidad penal será exigible, en los mismos términos, ante la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo».
Estar aforado, por tanto, no significa estar libre de dar cuentas de los propios actos, sino que la inculpación debe realizarla el Tribunal Superior o el Supremo. Ciertamente, esto no le ocurre al ciudadano normal, a quien le encausa el juez individual que le toque por reparto (‘juez natural’); el reparto, al ser azaroso, es garantía de que no habrá favoritismo judicial. Pero suponer que esta cualidad imparcial sería menor en un tribunal cuyos miembros suelen acumular muchos años de experiencia y aprendizaje legal, y que están de algún modo cerca de la culminación de sus carreras profesionales, es mucho suponer.
¿Puede argumentarse esta diferencia de fuero a favor de ciertas personas con una función pública relevante? Sí, se puede. En primer lugar, un diputado no es un ciudadano ‘normal’, sino su representante democráticamente elegido, y forma parte de un poder que elige gobiernos y hace leyes. Antes de separar del Parlamento a uno de sus integrantes y trastornar la representación popular deben sopesarse bien los indicios criminales y, en principio, parece que no es irrazonable pedir una evaluación judicial de cierta veteranía. En segundo lugar, la base de la democracia no solo es Atenas, elegir consejo y asamblear, sino también Burdeos: Montesquieu y la separación de poderes. El poder judicial no debe irrumpir en el poder legislativo, ni en ciertos niveles del ejecutivo, como un elefante en una exposición de porcelanas, porque entonces pasaríamos de la partitocracia a la ‘judicocracia’, pero no a una mayor calidad de nuestro sistema de libertades. Que una posible inculpación sea valorada por un magistrado con cierto currículum profesional es un sensato punto de equilibrio entre el obligado sometimiento del político a la ley y la protección de los otros dos poderes frente al judicial, lo mismo que este está protegido de elefantes parlamentarios y gubernativos por su estatus funcionarial e independencia constitucional.
Pero vivimos una ola de purismo justiciero, como reacción pendular contra los excesos de una corrupción rampante, y el péndulo solo se detiene en el centro después de oscilar muchas veces para un lado y para el otro. Leyendo un relato del filólogo vienés Kurt Schubert, gran experto en judaísmo, sobre los partidos religiosos en el tiempo de Jesús, encontré que una de las diferencias entre los puristas esenios y los pragmáticos fariseos era que para los primeros el respeto al Sábado era tal, que recomendaban dejar que una persona se ahogase antes que vulnerar el precepto ritual, mientras que los fariseos consideraban que salvar una vida estaba por encima del Shabbat. Nuestra cultura cristiana no procede de los fariseos, sino más bien de aquel conjunto de apocalípticos que sucedieron a los esenios cuando la sublevación del siglo I en Judea acabó con la destrucción del Templo por los romanos. Tenemos una tendencia ondulatoria a la hipernomia (apego compulsivo a las normas), algo que ya Vilfredo Pareto hizo notar hace cien años en su tratado de sociología general. Este ‘hashidismo’ político es lo que lleva hoy a nuestros diputados a la desaforada decisión de auto-desaforarse: por miedo a perder votos, no por convicción filosófica.
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