El desconsuelo del adiós
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La lucha contra el Covid-19 va dando frutos, pero el virus sigue cobrándose vidas cada semanaEn el barrio San Francisco, de Santander, todos la conocían como Carmen 'la andaluza' o Carmen 'la modista'. Carmen Poza Ruiz era oriunda de Baeza, Jaén. Llegó a Cantabria durante la posguerra acompañando a su marido. «Mi padre era albañil y recaló aquí para construir los depósitos de Renfe en La Marga», cuenta su hijo, Francisco Martos. Carmen era costurera. «Sacrificó su vida para sacar a la familia adelante», relata orgulloso en nombre de sus dos hermanos y su hermana. «No disfrutó demasiado, siempre pensando en que lo hiciéramos nosotros», añade Francisco con marcado acento santanderino. «Yo, quizás, fui el que más heredé el sentimiento andaluz. Vine aquí con dos años y, aunque me considero cántabro, no olvido mis raíces», cuenta. Durante 22 años presidió el Centro Andaluz en Santander. «Recuerdo los viajes que hacíamos con mis padres a Baeza, en trenes con asientos de madera que tardaban dos días en llegar. Por eso voy allí siempre que puedo», relata. «No quiero olvidarme del buen trato que la dispensaron en la residencia Virgen de Valencia, en Puente Arce.Pero no sólo en los últimos momentos, los previos a su fallecimiento, sino durante los cuatro años que permaneció allí. Les doy, sin ninguna duda, un quince sobre diez», concluye.
Angelines, como todos conocían a María Ángeles Fernández, nació en 1925 en Villamoñico, en Valderredible, en el seno de una familia de agricultores. «Habló mucho con nosotros de su infancia. El cariño familiar —su madre, Ezequiela, era la bondad personificada— y el no haber pasado necesidades en el periodo de guerra y posguerra son las razones por las cuales siempre calificó su niñez de feliz», cuentan sus hijos. A los 25 años se casó con Isaac Postigo, dueño de la venta de Bárcena de Ebro. «Era la clásica tienda de ultramarinos, cantina y fonda, aunque en este caso con una tradición muy marcada, pues el Catastro de Ensenada, en 1750, ya registra casa y establecimiento como venta singular dentro del camino real de Burgos a Reinosa», explican. Su buen hacer en los fogones le dio fama y pronto se especializó en una decena platos: lechazo, cocido montañés, caza, truchas, cangrejos o setas, entre otros. Se rompió la cadera hace dos años, por lo que tuvo que superar varias intervenciones quirúrgicas. «En Valdecilla hicieron todo lo posible para que pudiera volver a andar, pero no fue posible», cuentan. «En lo personal, tuvo un carácter apacible y enérgico. En lo que ella creía, era difícil cambiarla el paso. Era, sin duda, la que mandaba en casa. Tuvo criterio para orientar la vida familiar», concluyen.
Pronto se quedó sin pueblo. Rafael Rodríguez nació en La Magdalena, una de las localidades que desapareció sepultada por las aguas del embalse del Ebro. A los catorce años tuvo que marchar a Cañeda, donde se instaló. «Entró a trabajar en la Naval y estuvo allí hasta que se jubiló a los 52 años con la primera reconversión industrial que impulsó el Gobierno de Felipe González», relata Isidro, uno de sus cinco hijos. «Así que tuvo mucho tiempo libre que empleó en atender la huerta y en echar una mano a todo el que se lo pidió», recalca. Lo que más le gustaba era jugar una partida a las cartas con los amigos después de comer. «Era de lo poco que siempre que podía no se perdía», añade. «Nunca se fue de vacaciones con mi madre, siempre pendiente de la huerta y los animales», cuenta Isidro. «Para nosotros fue una buena persona, que nos enseñó a ponernos en el lugar del otro antes de empezar una discusión. Esa fue una de las buenas enseñanzas que nos inculcó», señala. Como todos los que han perdido a un ser querido durante la pandemia, lo que más les duele «es no poder despedirnos de él». «Fue de los primeros, aquí en Campoo. Ingresó en el Hospital Tres Mares, donde estuvo ocho días antes de morir. No poder celebrar entierro ni velatorio es algo que siempre llevaremos en el debe», lamenta.
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José A. González y Álex Sánchez
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