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MArtín Ibarrola
Domingo, 3 de diciembre 2017
Cuando Juan Larrinoa Arza entró caminando a Ampuero el 12 de julio de 1937 tenía 22 años, un reloj nuevo y un futuro brillante como ciclista. Era teniente del cuarto batallón ‘Carlos Marx’ de la UGT. Ese mismo lunes de verano, la aviación franquista ... bombardeó el pueblo y mató a numerosos milicianos republicanos. Ochenta años más tarde, su sobrino, José Antonio Larrinoa, se propuso encontrar a su tío con un par de fotos y alguna anécdota como único punto de partida. No se imaginaba que encontraría a 74 combatientes, al menos diez de ellos cántabros, olvidados en una fosa común en el cementerio de Limpias.
Este jubilado de Alonsótegui invirtió todo su tiempo libre en recorrer los pueblos de la comarca de Asón-Agüera y comprobar una a una las listas de fallecidos que se conservaban en los ayuntamientos. A finales de este verano, a punto de perder la paciencia y tras dos meses de exhaustiva búsqueda, probó suerte en la parroquia de San Pedro de Limpias, en Cantabria. Una placa franquista en memoria de los caídos aún cuelga de la fachada de la iglesia, donde se han sucedido un total de ocho párrocos desde 1937. José Antonio preguntó a un paúl llamado Víctor Santos que apenas llevaba dos años en el puesto y no tenía constancia de ningún registro del pequeño cementerio que corona la localidad. «Los libros de defunciones tan antiguos suelen mandarse al Obispado. No esperaba encontrar nada. Miré las estanterías del despacho solo por si acaso», confiesa el sacerdote a este periódico. Descubrió el viejo ejemplar escondido entre los volúmenes de bautizos y matrimonios.
Fernando Obregón - historiador
El cura ecónomo de la época había copiado con una cuidada caligrafía los documentos oficiales del Juzgado donde se detallaban las personas sepultadas entre 1936 y 1937. «¡Había 74! El párroco estuvo un rato largo leyendo los nombres y de pronto se le cambió la cara. Había encontrado a mi tío». El difunto número 56. «Juan Larrinoa Arza. Teniente. Fallecido el doce de julio a consecuencia de heridas recibidas en el bombardeo de Ampuero». José Antonio reconoce que esas pocas palabras le produjeron tanto alivio como tristeza. «Me habría gustado que mi padre viviera para saber dónde estaba enterrado el tío». En la familia eran tres hermanos. Juan, el mayor, murió en el frente; el mediano tuvo que huir a Francia y acabó preso en los campos de trabajo; y al pequeño «le tocó» servir en el bando Nacional por el simple hecho de estar en Cataluña. «En casa no hablaban mucho del tema. Solo espero que esta lista sirva para que otras familias puedan encontrar a sus seres queridos».
El cura Gregorio Ungo firmó este documento el 11 de septiembre de 1938. «En esa época se bailaba al son que correspondía, pero Ungo tuvo la deferencia de guardar los nombres. En una guerra civil todos sufren, por eso debemos buscar el aspecto humano, independientemente del político», defiende el párroco, que ahora considera la opción de colocar una placa de reconocimiento. El historiador cántabro Fernando Obregón, experto en los estragos que supuso la contienda en la zona, asegura que la ‘lista de Larrinoa’ ha salvado a muchas personas del olvido. «De no ser por el cura que copió los nombres y por el empeño con el que José Antonio Larrinoa buscó a su tío, habrían desaparecido para siempre. A saber dónde fueron a parar los papeles originales». Obregón comprobó los registros civiles y la bibliografía especializada existente. Solo un puñado de nombres estaba relacionado con el cementerio de Limpias y coincidían con lo que apereció en la lista. El resto era inédito.
«El Palacio Eguilior donde ahora se encuentra el lujoso parador de Limpias fue habilitado en aquella época como hospital de guerra republicano. Esta fosa común no tiene que ver con la represión, no es una zanja en la cuneta. Las personas que fueron sepultadas aquí murieron en el frente o por heridas y enfermedades en el hospital», explica Obregón. Aunque el libro incluya a 74 personas, ni el párroco ni el experto descartan que haya más.
La ‘lista de Larrinoa’, como la ha bautizado Obregón, incluye una mayoría de milicianos vascos y gudaris (soldados del ejército del Gobierno vasco), además de algunos cántabros y asturianos y otros soldados sin identificar. El historiador explica que el hospital solo estuvo activo unos meses, durante la primavera y verano de 1937. Tras la caída de Bilbao en junio, el Cuerpo de Ejército de Euskadi se replegó a las Encartaciones y la comarca oriental de Cantabria, lo cual explicaría que al menos 35 de los sepultados fueran vascos. Pertenecían a batallones de UGT, CNT, JSU, ANV y PNV. Los mínimos detalles que acompañan a cada fallecido reconstruyen la cronología de aquellos meses. Los bombardeos de Trucíos, la entrada de las tropas franquistas por Sopuerta, la batalla por la ermita de San Roque de Colisa, entre Carranza y Balmaseda...
José Antonio Larrinoa - Sobrino del fallecido
Rodeados por una situación caótica, los 74 combatientes muertos cayeron en el olvido. Un paisano de 89 años explicaba en el bar del municipio que él era un niño cuando montaron el hospital, pero no recordaba «nada de ninguna fosa». El enterramiento improvisado estuvo delimitado por una verja hasta que en los años setenta el enterrador se encargó de hacer «una reducción de restos» y taparlos con una capa de hormigón para colocar nuevos nichos encima. Así lo explicaba su hijo, José Luis, que ha heredado el oficio del padre y es el único que aún sabe dónde se encuentran exactamente los cuerpos. «En España ha habido y hay mucha desatención a este tema. Hubo un tiempo en el que el Gobierno ayudaba a las personas que buscan a sus familiares, pero les han dado la espalda de nuevo. Como Larrinoa, se han quedado solos buscando a sus seres queridos. Hasta los cementerios del bando ganador están abandonados», expone Obregón. Los testimonios directos están desapareciendo y los expertos se enfrentan cada vez a más dificultades para entender las fuentes documentales.
El padre de José Antonio contaba que estaba cerca de Ampuero cuando se enteró de que su hermano había muerto. «Luchaban en el mismo bando. Fue corriendo a buscar el cuerpo y al llegar vio que ya no tenía ni las botas ni el reloj que había ganado en una carrera». Pero los nacionales les pisaban los talones y allí mismo tuvo que despedirse del cadáver de su hermano. No supo más de él. Una de las muchas historias de guerra. Un año después de aquello, el presidente de la Segunda República, Manuel Azaña, pronunciaría un premonitorio discurso donde imploró que se escuchara a los muertos. «Esos hombres que han caído embravecidos en la batalla, luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor. Y nos envían con los destellos de su luz tranquila y remota, como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad y perdón».
Durante el verano de 1935 el pueblo de Alonsótegui organizó una fiesta y una carrera en honor al «bravo corredor de su pueblo», Juan Larrinoa Arza. Así lo confirma la hemeroteca de la época. La foto que aún conserva su sobrino muestra a un atleta con muslos de jabato y mirada decidida. Su hermano solía hablar de una temprana rivalidad con el vizcaíno Federico Ezquerra, que más tarde se convertiría en el segundo ciclista español en ganar una etapa del Tour de Francia. «Era el único al que temía en las carreras locales». De la época de la guerra le sobrevivió la anécdota del reloj y una estampa difuminada. «Decían que siempre iba montado en un caballo blanco».
La suya es una historia más entre las 74 vidas que aparecen sucintamente en la lista de la parroquia. Vascos, cántabros, asturianos y soldados sin chapa. «Sujeto apodado Arteche que se cree miente», escriben en el número 35. Quién era o quién pensó que mentía es un misterio. De Juan Vento Silda solo se explica que pertenecía a un batallón asturiano al que apodaban ‘Vorochiloff’ y «que estaba casado». Hay soldados que fallecieron «por accidente», «por metralla», «por heridas», «por apendicitis»... Ángel Hernández, de Bilbao, sufrió una infección tetánica que lo mató a los 20 años. Santos Guezarazu, de Getxo, falleció a los 21 por una «endocarditis séptica». Eran solteros, padres, transportistas, comisarios políticos, soldados... La lista también incluye una mujer, María Rico Ortiz, de Miravalles (Vizcaya), que según los expertos podría haber sido una refugiada vasca. Murió el 2 de julio. Era la número 58.
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