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hora que, según nos insistió Mariano antes de despedirse a la francesa, ya habíamos superado la crisis, en Santander vamos a toma medidas contra sus ... efectos. Diez años después. Loable capacidad de reacción. Desafortunadamente –bendita providencia– aún llega a tiempo, porque la pobreza sigue aumentando en Cantabria. Se da la extravagante paradoja de que el destiempo llega a tiempo. Acaban de anunciarnos un programa para luchar contra la exclusión social. Según confiesan, con desconcertante franqueza, el estudio empieza y concluye sin saber cuántos santanderinos están afectados. Si sabemos, con matemática precisión, que el plan cuesta 15.000 euros, uno por cada persona atendida en los servicios sociales el año pasado que, singular casualidad, suman una cifra idéntica. 15.000 santanderinos. Tampoco el Gobierno cántabro, a estas alturas de legislatura, tiene datos fiables sobre pobreza infantil y está encargando un recuento.
Lo que sí ha abundado en Santander, en pretéritos inviernos, ha sido la beneficencia inspirada, además, desde la autoridad municipal. En cada ocasión y romería se ha pedido a los ciudadanos –asfixiados con estrepitosas subidas de luz, recortes, catastrazos, copagos y salarios menguantes– que donen sus lentejas para otros más necesitados. En ferias y norias el Ayuntamiento organizaba recogidas de alimentos y eventualmente incluso entregaba cheques a cuenta de bolsillos ajenos.
Apelar a la caridad ciudadana para llenar las despensas de los bancos de alimentos ha sido una recurrente medida social. Afortunadamente se ha rectificado y ahora que acaba la legislatura se aliviará la pobreza con recursos municipales, no solo particulares.
Tampoco se explica muy bien cómo es posible que los servicios sociales de Cantabria siembren más pobreza entre nosotros, a la vez que siembran también muchos millones para combatirla. Estrenamos ahora el segundo plan de emergencia, porque el primero ha concluido incrementando la necesidad. Para rematar la semana, Carlos Solchaga proclamó en Santander que las pensiones españolas son muy altas. Menos mal que ya no es nadie: ni ministro, ni socialista –aunque se empeñe en reivindicarse–, ni jarrón chino. Alguien dijo, con toda razón, que quien nunca pasa hambre siempre piensa que los pobres comen mucho.
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