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Svitlana Domanska y familia - Refugiados ucranianos
«El 24 de febrero nos despertamos a las cinco de la mañana con las luces y el ruido de las bombas». Así empezó el periplo de Svitlana, su hijo Stanislav y su nieta Kira –hija de su primogénita, que trabaja en Rumanía–. «Un viaje ... sin billete de vuelta». Al contrario que el resto de refugiados, tardaron casi un mes en llegar a Cantabria desde Járkov. El motivo fue Mía, su perra Teckel. «Nos decían que por viajar con nuestra mascota sería más complicado. Huíamos de una ciudad a otra del país sin saber qué hacer». Una situación «desesperada» que se solventó gracias a una red de ucranianos que ya residían en España y que les facilitaron la llegada. Inna Alexeeva, una rusa con familia en Ucrania que reside desde hace veinticinco años en Cantabria, fue una de ellas. «Inna y su marido Javier nos acogieron en su casa. Fueron como una bendición para nosotros en un momento realmente complicado. Porque estaba sola con los dos niños». Yuri, su marido, tardó unos meses más en llegar, «con la peligrosidad que eso conlleva». La guerra de 2014 en el Dombás le dejó inválido y esto le inhabilitaba a luchar en la guerra actual. Aun así, hasta agosto no logró arreglar todos los papeles que le permitían abandonar su país y reencontrarse con su familia. «Era muy duro afrontar esta situación sola. Por eso, cuando llegó Yuri fue una tranquilidad. Psicológicamente es horroroso. Pero tenía que estar bien para no preocupar a los niños». Ahora, Svitlana trabaja de camarera en el restaurante Deluz. Y eso les permite vivir de alquiler en un humilde piso de la calle Alta, en Santander. «Estoy muy agradecida, pero la realidad es que muchas veces nos cuesta llegar a fin de mes. A Yuri le gustaría volver a casa, pero está destruida», expone.
Roman Kuznetsov y familia - Refugiados ucranianos
Roman Kuznetsov tiene 16 años y llegó el 11 de marzo a Santander. Solo. Nada le «ataba» a su país. Su madre falleció hace dos años y su padre murió en el frente al poco de empezar la contienda. «La situación era tan dolorosa que creo que no tuve tiempo de asimilarlo. Sin duda, la decisión más dura de mi vida». Al llegar a Cantabria fue directo a Cruz Roja para pedir ayuda. «Como vine solo, me mandaron a un centro de menores. Estaba desesperado. No podía hablar con mi familia. No tenía dinero, nada. Lo bueno es que recibí clases de español que ahora me sirven de mucho. Pero estuve allí dos semanas». El tiempo justo que tardó su abuela en abandonar Ucrania y viajar hasta Santander junto a Denis, su nieto pequeño, de 12 años. «Cuando me llamó tan desesperado no me lo pensé. A pesar de que yo tenía allí toda mi vida, mis amigos. Pero no podía dejarle solo», dice Nadia Kuznetsova, que reconoce que sus nietos son lo más importante. Y para Roman, es el «mayor gesto de amor» que han hecho por él nunca. «Al principio pasé mucho miedo».
Una vez reunidos los tres, consiguieron hospedarse en un hostal de Camargo, en el que vivieron durante cuatro meses. Hasta que recibieron la llamada «más esperada». Una coordinadora de Cruz Roja les comunicó que el Ayuntamiento camargués les cedía un piso en Maliaño para vivir. Actualmente, están todos mucho más tranquilos. Ambos hermanos van al instituto y tienen una vida «normal», alejada del peligro. «No somos introvertidos, pero aquí nos cuesta mucho más relacionarnos», apuntan. De hecho, Roman ha empezado a ir al psicólogo para gestionar mejor la situación: «Hay días que hasta que no llego a casa no hablo con nadie».
Olena Zaiets y familia - Refugiados ucranianos
Cuando Marina Yevtushok recibió la llamada de Olena Zaiets, no dudó ni un momento: «Ni me lo pensé. Le dije que podían venir a vivir a mi casa sin problema». No se conocían de nada, pero Marina, también ucraniana y residente en Cantabria desde hace diez años, estaba «angustiada» por la situación que asolaba su país. Por eso, acogió a su compatriota, embarazada de dos meses, y a su hijo. «Fui en autobús hasta Polonia. Ahí un voluntario polaco se ofreció a llevarnos en coche hasta Alemania», recuerda Olena. Y el último trayecto tuvo como destino Bilbao, donde les esperaban Marina y su marido Manuel. «Fue un viaje terrible y agotador», resume expresiva.Agotada, exhausta y con miedo de perder a su bebé. Así llegó Olena a Castanedo (Ribamontán al Mar), lugar en el que reside desde hace diez meses junto a Marina y su familia. «Solo pensaba en el bebé», confiesa. Un bebé, llamado Margarita, que nació hace dos meses para devolverle, «en la medida de lo posible», la sonrisa. «Es como un milagro después de todo lo que me ha pasado. Lo único positivo», dice Olena, que lamenta que el padre de la niña no haya podido conocerla: «Es durísimo. Y me da miedo que no se produzca ese momento». Margarita forma parte del grupo de niños refugiados que nacieron en Cantabria a consecuencia de la guerra y que tiene un nombre español. «El nombre lo eligió su hermano mayor, Illia. Una amiga de su colegio, que le acogió muy bien, se llamaba así y decidió ponérselo. Para recordar siempre sus orígenes», explica la joven refugiada, que reconoce estar muy desanimada. «Me ayudan mucho. Pero necesito ver a mi familia. Reconstruir mi vida. Yo era feliz. Y quiero que las cosas se calmen para volver a casa con mi marido».
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