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Es la misma pena repetida y compartida. Es como si el coronavirus, además de su extrema facilidad para multiplicarse, hubiera clonado el dolor entre los familiares, amigos y allegados de sus víctimas. A todos les aflige no poder acompañar a sus seres queridos en los últimos momentos, amén de la chirriante soledad de las despedidas. Porque el dichoso Covid-19 no entiende de fases ni de 'desescaladas'.
Algunas de las personas que han participado en este homenaje semanal –la de hoy es la sexta entrega– escriben tras ver sus testimonios publicados que, al leer otros casos tan similares, les sirve para sentirse más arropados. «No te alegras, pero sientes que no eres el único, que hay más gente que te entiende», afirma una de ellas vía WhatsApp.
Correo electrónico de contacto. Si ha perdido a un ser querido y quiere que contemos su historia, puede escribir al correo: rtorre@eldiariomontanes.es
«Ejerció de madre hasta el final. Fue una buena hija, una buena esposa y una buena hermana. Todo el mundo la quería, por algo será», afirma rotundo y con cariño José Antonio, uno de sus dos hijos –el otro se llama Pedro–. Pilar de la Parte nació en Viveda. De joven trabajó en Sniace. Allí conoció a su marido, Pedro Granados. Juntos se instalaron en Torrelavega, donde vivieron. «Siempre tuvo mucha fuerza de voluntad. Le dijeron que nunca volvería a andar y se lo propuso. Aunque con muletas, lo consiguió», explica José Antonio. «Pasó por muchas operaciones de cadera y padeció una infección que la mantuvo tres meses ingresada en Liencres, pero salió de ella. Y mira, ahora un bicho se la ha llevado de la peor de las maneras», se lamenta. Desde hace unos años residía en el asilo San José de Torrelavega. «Le gustaba mucho ver los documentales, sobre todo los de animales», recuerda su hijo. «También era una excelente cocinera. Daba igual lo que hiciese porque todo estaba buenísimo. Aprendí gracias a ella. Me lo enseñó todo cuando ya no podía valerse por sí sola y yo acudía a su casa para atenderla», comenta su hijo. «De vez en cuando también le salía el carácter, algo muy esporádico, pero era muy buena. Aun estando mala, siempre estaba encima nuestro, preocupándose de que todos estuviéramos bien y no nos faltase de nada», apunta José Antonio. «El último día que la pude ver fue el 12 de marzo. Le traje un abanico con su nombre de los carnavales de Ciudad Rodrigo», recuerda José Antonio. «Siempre me preguntaba por toda la familia. Era muy transparente. Si le pasaba algo bueno, te lo decía. Y si era malo, también».
Encaró la vida con espíritu de superación y sacrificio. Francisco Cedrún nació en Bádames (Voto), donde siempre vivió. Se casó con Concepción Rivero, del pueblo de Carasa, con la que tuvo tres hijos varones. Se dedicó a la ganadería. Poco a poco fue ampliando la estabulación que en la actualidad regentan su nuera y varios de sus nietos. «A los cincuenta años, una cadera comenzó a darle mucha guerra. Aun así, tuvo muchísima fuerza de voluntad y siguió trabajando, aunque la dificultad para él era mucho mayor», explica Isabel, su nuera. «Se levantaba y caminaba aunque tuviera dolores. Al principio sus tres hermanos le ayudaron con los animales y después su hijo Juan Carlos, mi marido, tomó las riendas hasta que se jubiló. Por último pasó a mí, que tengo una sociedad con mis hijos», recalca. David y Adrián son los que más implicados están en el día a día, aunque Sergio y Marina también ayudan. 'La Galera Holsteins', que es el nombre de la empresa, cuenta con casi doscientos animales en una finca de 56 hectáreas. En 2018 produjeron 10.500 kilos de leche. A pesar de estar ya retirado, Francisco siempre estuvo ahí, pendiente de que en la cuadra todo fuera bien. «Salía a ver a los nietos y a charlar. Se enteraba de todo, de quién entraba o quién salía», añade Isabel. En lo personal, cuenta, «era un hombre de lo más apacible, siempre pendiente de su familia». También muy religioso. «Era devoto de la Virgen del Carmen. Siempre iba a misa. Le gustaba cantar, algo que hacía cuando acudía a la iglesia. Era otro de sus 'hobbies'. De joven fue el que proyectaba las películas en el cine que por entonces había en Bádames», concluye.
Julián Santamaría nació en Reinosa en 1930. Fue cartelista, diseñador gráfico, grabador, pintor, Premio Nacional de Artes Decorativas y falleció en abril en una residencia de Madrid, víctima del coronavirus. Santamaría, que se trasladó a Burgos a los dieciocho años, donde empezó a pintar los gigantescos cartelones que anunciaban las películas, llegó después a la capital de España, desde donde desarrolló un intenso periplo. De su estilo se han destacado sus rasgos «sintéticos, directos, plenos de dinamismo y claridad» y sus frutos constituyen toda una «crónica visual de medio siglo de nuestro país», destacaba el día después de su fallecimiento, en estas mismas páginas, Guillermo Balbona, redactor jefe de Cultura. Un trabajo incesante reconocido internacionalmente con más de trescientos premios. «Cuando se muere un amigo no tiene ninguna importancia que fuese una figura destacada o un ser anónimo, lo fundamental es que pierdes a una persona que se ha convertido en una parte importante de ti mismo. Sientes un dolor físico en tu cuerpo, te cuesta hablar, te cuesta recordar todavía, hasta te cuesta llorar. Yo voy a intentar escribir para comprender este dolor que me atenaza y para dar a conocer al hombre que lo motiva, porque fue un artista que merece ser recordado en este momento triste, al tiempo que se debe reconocer su mérito como diseñador, grabador, pintor y cartelista», escribía en la misma crónica su amigo Juan Gutiérrez Martínez-Conde. «En el ámbito personal sólo nos queda recordarlo, revivir aquellos días llenos de luz en Comillas, en Riaza, en Burgos o en Santander, y a nivel público analizar y estudiar objetivamente su obra y organizar una gran exposición catálogo», añadía.
Juan Manuel no termina de quitarse la pena de encima. Se casó con Elvira de la Rasilla cuando esta tenía 19 años y él 30. «Desde entonces hicimos una vida de matrimonio muy normal. Hace unos años le detectaron párkinson y enfermó de forma severa. Ingresó en la residencia Medinaceli, en Soto de la Marina. Allí estuvo hasta que la trasladaron a Valdecilla donde murió», cuenta, apenado, Juan Manuel. «El entierro ha sido para mí una pesadilla. Nuestros hijos viven fuera: una hija en Madrid y otro hijo en Glasgow, así que me he visto solo. Al no poderme acompañar nadie en el tanatorio, parecía que a toda mi familia y mi gente se le había tragado la tierra. Nadie ha podido ir al tanatorio. No he visto cosa igual en mi vida», relata con congoja. «Que te coja un coche de la funeraria, salga el cadáver en su coche fúnebre, ir a Raos y oír el responso del sacerdote y solo, sin poder decir nada a nadie... Es la mayor desgracia que he sufrido en mi vida», suspira. «Tengo 84 años y llevaba viviendo solo los últimos ocho. Pero esto, lo de despedirme solo, no me dará ya tiempo a recuperarme de ello», afirma. «Cuando acabó la breve ceremonia, al salir, me senté en un sofá y me dijo uno de los chóferes, que si quería me llevaba a Valdecilla. Así de mal me vio, es que estaba en 'shock'», relata. Juan Manuel prefiere recordar los buenos tiempos con su esposa. Les gustaba viajar. «Salíamos en coche a cualquier sitio. De vacaciones, a veces, íbamos fuera de Cantabria. También, con los niños. No nos costaba nada lanzarnos a la carretera. Igual una noche me decía ella que le gustaría ir a El Escorial y, al día siguiente, poníamos rumbo a Madrid. Siempre hemos hecho una vida normal hasta que ella enfermó. Ahí es cuando todo cambió porque era imposible socializar con la gente. Pero lo peor, sin duda, ha sido su despedida. Nunca me recuperaré», insiste.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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