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Voy al monte; durante unos cinco kilómetros camino por una preciosa senda que me va a llevar a un extraordinario bosque de hayas; quiero escuchar a los pájaros y el sonido del viento en los árboles; pretendo empaparme de un paisaje bellísimo; quiero disfrutar de ... la naturaleza. De pronto me encuentro con tres coches aparcados. Se trata de ‘amantes de la naturaleza’ que disfrutan del monte de una manera singular: meten el coche por mitad del parque natural ¿para ver el paisaje sin mancharse las botas?
¿Cuándo se les ocurrirá subir su vehículo a la cima de un árbol para contemplar mejor la panorámica? El suceso no es extraño: con frecuencia me encuentro a vehículos junto a los acantilados de la senda de Loredo a Langre, y es común verlos en mitad del campo en Cabo Mayor.
Allí donde nació ‘El hombre pez’, en uno de los pueblos más bonitos de Cantabria (Liérganes), se ha debatido cómo regular el tráfico de vehículos en el centro histórico. En Madrid, la polémica está servida por las medidas de control y regulación de la circulación en la Puerta del Sol, la Gran Vía y otras zonas del centro; además, el Ayuntamiento ha desarrollado ‘protocolos para episodios de alta contaminación’ en los que se regula la circulación y la velocidad de los vehículos. Experiencias como las anteriores hay muchas: al lado nuestro está Santillana del Mar, en el exterior podemos citar los casos de Londres y París.
Los propósitos de esas decisiones municipales son claros: en primer lugar, dar prioridad a los peatones sobre los vehículos (y, al mismo tiempo, contribuir a la protección del patrimonio y al disfrute de los ciudadanos) y, en segundo, disminuir la contaminación y velar por la salud de la población.
Voy a lo general. Es sabido: revolución industrial y transformación de las comunicaciones y de los medios de transporte van unidos. El automóvil, símbolo de la sociedad contemporánea, indicador del cambio científico-técnico, ha transformado nuestra forma de vivir y nuestros paisajes. Ha comunicado a unos seres humanos con otros, ha influido en las relaciones sociales, económicas y culturales. El coche nos acerca a los otros, y nos aproxima a espacios y lugares que antes sólo eran accesibles para unos pocos. Sí, efectivamente, el coche es un artilugio maravilloso, pero… Un ingenioso anuncio de neumáticos Michelín señalaba: ‘Potencia sin control no sirve de nada’. De eso se trata, de controlar a la máquina, de no caer esclavos del artefacto.
Ya en los años treinta, Oswald Spengler, en ‘El Hombre y la técnica’, y Ortega y Gasset, en ‘Meditación de la técnica’, llaman la atención sobre los conflictos que la técnica provocan en la sociedad. Efectivamente, como Goethe explicó en ‘El aprendiz de brujo’, hemos creado una máquina maravillosa, pero no hemos sabido controlarla y las consecuencias no queridas ahora nos embargan: enormes atascos, contaminación, ruidos, accidentes, grupos humanos y especies animales separados por las barreras producidas por las carreteras, paisajes rotos por el impacto de grandes infraestructuras… Sí, la publicidad de las marcas de automóviles nos promete cumplir nuestros sueños, conquistar la libertad, ir al fin del mundo, conocer paraísos, escapar de la rutina…, pero terminamos en un atasco y, además, presos del crédito que hemos firmado para comprar el coche que nos iba a transformar la vida.
Como a nadie se le escapa, alrededor del automóvil se ha ido construyendo un enorme entramado económico e ideológico. La industria de fabricación de automóviles, la construcción de carreteras y la transformación del petróleo en gasolinas y en combustibles constituyen uno de los pilares más importantes de nuestro sistema económico. Para sostener esta estructura se ha creado un potente discurso simbólico- ideológico. Como se ha apuntado más arriba: la publicidad nos ha convencido de que comprar un coche es lo mejor que podemos hacer. Y que este bello instrumento, además de reforzar nuestra libertad individual, dice mucho de nosotros: habla de nuestra capacidad económica y de nuestro estilo de vida, y sirve para lograr la admiración-envidia de los vecinos. Al final, este entramado económico-ideológico condiciona nuestras vidas y nos quita libertad. Como el anillo del mundo de Tolkien, el coche se convierte en ‘mi tesoro’ y somos poseídos por su brillo.
En lugar de servirnos del automóvil, somos nosotros los que estamos al servicio del coche y de todo el conglomerado económico que lo sustenta. Hemos sacralizado al vehículo privado y como muestra de adoración le damos prioridad en las ciudades y, en gran medida, también en nuestra vida. Por supuesto, otro modelo de ciudad, de movilidad y de vida es posible: en cuanto a la movilidad, el transporte público es la alternativa más razonable y más eficiente (nunca hay que olvidar que tenemos dos piernas, que caminando se observa mejor el mundo, y que ese ejercicio es sano y natural).
Las ciudades deben ser planificadas pensando en el ser humano, no en el vehículo privado. El diseño de espacios urbanos con una especialización funcional que separa-aísla la zona residencial, de los lugares de trabajo, de ocio y de servicios, es el origen de la necesidad de gastar tiempo y dinero en movernos de un lugar a otro. La proliferación de barrios dormitorios en las macro-ciudades, sin la consiguiente dotación de equipamientos y con ausencia de transportes públicos provoca, entre otros problemas, el aislamiento de los individuos (lo sufren especialmente los ancianos) y la necesidad de recurrir al vehículo privado.
Para liberarnos de la esclavitud del coche y de las consecuencias de su abuso debemos empezar por decisiones individuales; es decir, amable lector, ¿por qué hoy no deja el coche y coge el autobús o, mejor, va andando?
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