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No se sabe si era la etiqueta de los sobaos Joselín o una tabla de mareas para poder echarse un cole en El Sardinero después de cazar un bisonte, pero la escritura nació en Cantabria. En todo el norte de la Península Ibérica en general y en Cantabria, en particular. Y lo hizo un poquito antes que en Mesopotamia, para más señas. Aproximadamente 30.000 años antes, por precisar más aún, según se desprende, entre otras pruebas, de la primera palabra escrita que se conoce, grabada en una de las galerías de la Cueva del Castillo.
El Paleolítico cántabro debió de ser, en definitiva, la órdiga. Porque si ya los ovnis que aparecen dibujados en las Cuevas de Altamira –créanme que existe esa tesis– revelan un encuentro en la tercera fase con alguna otra civilización, a no muchos kilómetros estaban inventando la escritura con la que regalar al mundo una forma de fijar la comunicación oral. Que por cierto también nació en la Montaña o en el País Vasco, que aquí existe un poco más de disenso. Lo que está claro es que los vascones y los cántabros debían de ser la pera limonera, o que tal vez los alfacentaurinos que visitaron Santillana del Mar, que salvo que otra revelación lo refute tampoco existía tuvieran tiempo para montar una escuela y regalar el don de la escritura.
La descollante teoría, que deja en pañales aquello de la cuna del castellano que tanto se ha defendido, tiene unos cuantos años. No tanto como el yacimiento de Puente Viesgo, claro, pero sí unos cuantos, porque fue a finales del siglo XIX cuando el filólogo Julio Cejador y Frauca apuntó los orígenes del euskera no ya como lengua prerrománica, algo comúnmente admitido, sino como probablemente una de las más antiguas del planeta.
¿Y el salto al vacío de la escritura? Con eso tiene poco que ver Cejador, sino que se basa en las pinturas de las Cuevas del Castillo, algunas de las cuales no se han podido interpretar con certeza, y para las que en justicia no se ha podido descartar completamente que fueran algún modo de fijar fechas, calendarios o expresar algún tipo de idea. Y nace, cómo no, de la particular interpretación de la obra del filólogo que hace todo un clásico del contrafactual como Jorge María Rivero San José, A.K.A. Ribero Meneses, todo un genio de la ucronía. El mismo que sostiene que el Jardín del Edén estaba en Peña Sagra, que toda la humanidad procede de un tronco común lebaniego y que se apuntó a la tesis, aunque en este caso no es suya, sino mucho más antigua, y llevó a Santo Toribio a un grupo de pseudoinvestigadores estadounidenses, de que el arca de la Alianza está en el monasterio cántabro.
Evidentemente, no se puede asegurar con absoluta contundencia dónde y en qué momento preciso nació la escritura como tal, pero existe cierto consenso académico que fue hacia el tercer o cuarto milenio antes de Cristo en Mesopotamia y Egipto, siempre en un proceso largo y difuso en el que resulta complicado establecer una fecha única de partida, como conviene diferenciar entre las sencillas marcas de registros comerciales, la escritura cuneiforme, la ideográfica y el nacimiento de los códigos silábicos y alfabéticos. Dicho esto, ninguna fuente académica contrastada refiere Cantabria o el norte de España como la cuna del lenguaje escrito.
Jorge Díaz Sánchez, que firma como Georgeos Díaz-Montexano, le cita en su artículo ('¿La escritura nació en occidente? Marcelino Sanz de Sautuola y Altamira') sobre el posible origen occidental de la escritura. Pero además de especificar que trabaja en el terreno de la hipótesis, le enmienda sobre el concepto de escritura y la localización más antigua. «El testimonio más antiguo de posible escritura fonográfica, datado por contexto estratigráfico arqueológico, fue dado a conocer por el filólogo vallisoletano Jorge María Ribero Meneses en 2004. Una posible palabra escrita en una placa de arenisca recortada de modo triangular e interpretada por sus descubridores como una posible representación simbólica de una vulva. La pieza fue hallada en la Cueva El Castillo, Cantabria, dentro de un estrato arqueológico que fue datado por C14 en unos 38.500 años. Ciertamente, en cuanto a posible escritura fonográfica, podría tratarse del testimonio epigráfico más antiguo encontrado hasta la fecha. No obstante, el autor quiere dejar constancia en esta obra de otra evidencia no menos importante. En este caso no se trata de una sola palabra, sino de varias, y estas fueron escritas sobre una pared de un abrigo rocoso de la cuenca del Nalón, en Asturias, junto a figuras de bóvidos o bovinos y équidos, y también junto a una 'divinidad' o 'gran espíritu'. La antigüedad podría ser la misma o incluso mayor». Así que, a falta de una evidencia como una receta para las anchoas, habrá que quedarse con las especulaciones.
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