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En la década de 1930, uno de los más famosos historiadores de los Estados Unidos, Charles Austin Beard, exigió que se abandonara, en el examen de las causas de la guerra mundial de 1914-1918, la que él llamaba «teoría de escuela dominical» ( ... Sunday-school theory), que venía a ser esta: «Tres puros e inocentes chicos –Rusia, Francia e Inglaterra–, sin malicia militar en sus corazones, fueron repentinamente asaltados, mientras iban a la escuela dominical de la parroquia, por dos consumados villanos –Alemania y Austria– que durante mucho tiempo habían estado tramando en la oscuridad crueles acciones». Luigi Albertini, periodista italiano que dirigió Il Corriere della Sera y escribió una de las mejores investigaciones sobre el asunto, consideraba por aquel tiempo que el motor de la guerra había sido «la falta de sentido político».
Corremos el peligro de que nuestras 'memorias históricas', como la que ahora se quiere regular y enseñar en Cantabria, sean también simples teorías de escuela dominical, propaganda política camuflada que, dejando escapar la crucial clave interpretativa («la falta de sentido político»), no solo recuerden sesgadamente tragedias pasadas, sino que precisamente por ello coadyuven en la siembra de otras nuevas, como empieza a verse en Cataluña en color amarillo chillón.
Hay quien está transmitiendo la Sunday-school theory según la cual nuestra última guerra civil consistió en que la inocente república democrática española, que se estaba desarrollando armoniosa y positivamente, fue destruida por los villanos del clericalismo y el fascismo, que «durante mucho tiempo habían estado tramando en la oscuridad crueles acciones». Esta era la comprensible tesis de quienes estaban entonces metidos en faena, como la joven filósofa María Zambrano, que exaltaba las insurrecciones izquierdistas contra la República («el hecho de la revolución de octubre de 1934 es decisivo, porque en él se muestra el pueblo en su grandiosa presencia») o consideraba el comunismo la promesa de un hombre nuevo («a la luz de esta visión de lo nuevo que aflora en el pueblo español, el proyecto de vida comunista cobrará su total sentido hasta hoy solo a medias esbozado»). Ella entonces no estimaba que en el otro bando hubiera también «pueblo» español, ni aceptaba las reticencias de Ortega, Marañón o Rosa Chacel, a quienes dirigía auténticos misiles epistolares, desde una concepción que cuadraba bien con el mesianismo político-cultural que fue común en Europa tras la Primera Guerra Mundial, y que causó la Segunda.
Humanamente no podemos reprochar aquel subjetivismo supremo de cada contendiente, que ella en su descarnada sinceridad admitía como «odio». Lo que, en cambio, no es comprensible es que, casi un siglo después, se siga alimentando esa tortuosa conciencia, aderezada como 'memoria histórica'. La memoria histórica es a la ciencia histórica lo que la clase de religión a la de historia de las religiones.
La teoría de escuela dominical de nuestra guerra fratricida es hoy impulsada por aquellos que rehúyen (por doloroso o inconveniente) un análisis crítico de cómo la izquierda y el nacionalismo fallaron al proyecto republicano. Los unos, por acelerar la revolución pasando por encima de una «república burguesa», como era entonces la idea de muchos socialistas, anarquistas y comunistas. (A un bebé de Cantabria lo inscribían en el registro con el nombre de Lenin, y a otro de un pueblo vecino como Stalin. Nadie bautizaba a un 'Keynes', en cambio, aunque hoy todos vivimos en su estado liberal-social, y no en el Gulag). Y los otros, porque hicieron de Puigdemont antes de Puigdemont, proclamando un estado catalán en abril de 1931, con Macià, y otro en octubre de 1934, con Companys. Convendría que estos sectores de opinión tuvieran la honestidad de autoevaluarse históricamente y abandonar sus mitos y leyendas urbanas.
La democracia española no se basa en el triunfo 'en diferido' de los derrotados 'en directo', sino en la superación del concepto de «vencedores y vencidos», para quedar solo el de «nosotros, los españoles, con nuestras miserias y grandezas». No fue aquel juvenil odio de Zambrano lo que la hizo justa merecedora del Premio Príncipe de Asturias en 1981 y del Premio Cervantes en 1989. Fue la sensibilidad con que ella se sentía inspirada por muy diversas fuentes de la tradición hispana, como Séneca o San Juan de la Cruz, e incluso por el santanderino Menéndez Pelayo, figura tan sumamente alejada de sus postulados, pero a quien consideraba, como a Galdós, parte de la España que había continuado su propia vía de pensamiento, lejos de la modernidad burguesa europea que ella juzgaba un extravío.
De las partes de la «memoria histórica» que se nos prepara, la del rescate arqueológico de víctimas ya va con muchos años de retraso (el PSOE ha gobernado Cantabria en 12 de los 18 años de este siglo; ¿cuál es la explicación de la demora?); la de multas a los símbolos será contraproducente o inconstitucional (lo de impedir por ley «distinciones a personas que apoyaron la dictadura», por curiosidad, ¿incluirá a los discípulos cántabros de Girón de Velasco?); la Comisión de la Verdad es un órgano que humillará a la historia científica produciendo dictámenes oficiales, con participación de legos en el método histórico, que 'valgan' más que los libros de los investigadores académicos; e imponer una asignatura en secundaria sobre la Guerra Civil es darle a esta más importancia que a la propia Transición Democrática (¿no merecen la Democracia y su ejercicio una asignatura para la formación del ciudadano crítico y responsable, que educado en esos valores y provisto de la ciencia histórica ya sabrá qué conclusión obtener del pasado de su país?). Aparte de que tal asignatura presume en el docente mucho más que un conocimiento 'de opositor' del complejo tema de la guerra 1936-39: le exige ser casi especialista universitario, para poder responder a las numerosas cuestiones que sin duda le plantearán los alumnos y sus familias (pues memoria histórica tiene todo el mundo la suya). Lo practicable, pues, llega algo tarde, pero mejor que nunca, y lo demás parece tan practicable como el MetroTUS o el calendario escolar 'Ryanair', salvo que nuestro Parlamento se cure en salud.
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