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A Mariano Rajoy le fue metafísicamente imposible abandonar un cargo político un viernes, pero le resultó muy fácil abandonar la política al martes siguiente. Investir ... a Pedro Sánchez hubiera costado semanas de negociación, quizá no exitosas por el maremágnum programático que hubiera debido conjuntar. En cambio, destituir a Rajoy fue pegamento sobrado para juntar más diputados de los que hacían falta. Sobre estos misterios de Fátima te interpela la gente por la calle como si fueras el oráculo de Delfos. La clave de todo es, sin embargo, Pablo Iglesias, el buceador de Galapagar: en 2016 facilitó las cosas a Rajoy al negarse a investir a Sánchez; ahora ha facilitado esa misma presidencia, pero en posición de debilidad. El atractivo Gobierno 'tecnofemenino' que ha formado el PSOE empieza ya a minar las expectativas electorales de Podemos. ¿Demasiado cloro en la piscina dificulta la visión política? También el nuevo Gobierno es mal presagio para Ciudadanos, el partido que iba líder en los sondeos y tiene complicado conservar esa inercia. Por tanto, la 'Gobierna' de España obra hoy a favor del bipartidismo electoral tanto como las tribulaciones del Gobierno anterior fomentaban el emergentismo.
La España de la Tercera Restauración (la primera fue la de Fernando VII en 1814; la segunda, la de Alfonso XII en 1874; y tercera, la de Juan Carlos I en 1975) no ha sido nunca, a diferencia de las otras dos, nacionalista española. No quiero decir que no haya sentimiento nacional, sino más bien que no existe un proyecto consistente de españolidad contemporánea. Seguramente este fenómeno es una reacción al desaforado nacional-catolicismo de la dictadura y a su abuso de los símbolos y de la propia historia de España. Pero lo cierto es que nuestros dos principales movimientos desde hace 40 años son dos huidas del nacionalismo español: hacia abajo, mediante el estado de las autonomías formadas por 'regiones' y 'nacionalidades' con identidades que, al menos, han de estar en pie de igualdad con la española; y hacia arriba, lanzándonos a la construcción de la Unión Europea, donde solemos ser los 'eurofans' más conspicuos. Nos hemos puesto a rehacer nuestro pueblo o Europa, pero el punto de articulación de rehacer España nunca ha sido claro.
Por eso nunca hemos tenido un España Buru Batzar para fijar objetivos propios. Ha habido comités para esta o aquella celebración magna; centros de coordinación de gestas deportivas; individualidades mundialmente reconocidas como ejemplares de la sociedad española; algunos consensos, precisamente, para desarrollar las autonomías o para acomodarse a requisitos europeos. Pero jamás un proyecto de España como España, que no fuese el sencillo expediente de llevar a Urgencias al enfermo económico para que no colapsara. No un proyecto de vida, sino un proyecto de no-muerte.
Pero ocurre lo siguiente. Ante las realidades demográficas, económicas, tecnológicas y culturales, el estado nacional se ha vuelto un operador insuficiente; las administraciones por debajo de él, mucho más insuficientes; y la Administración superior, más adecuada para gestionar la globalización, apenas existe, ni siquiera en la cooperación obligada entre los 19 socios del euro.
Cantabria es una singular prueba de la ausencia de un España Buru Batzar. Ante los riesgos morales del abertzalismo, España debería procurar un gran ferrocarril Santander-Madrid, un acceso de autovía al valle del Ebro como la nonata Dos Mares, un puerto de Santander mucho mayor, una autovía de Vargas a Burgos, un ferrocarril Santander-Mediterráneo (qué gran humillación el uso turístico de La Engaña) y un aeropuerto el doble de grande, así como líneas de comercio marítimo con Francia, sur de Reino Unido e Irlanda mucho más importantes, o una mayor apuesta por nuestros polos de I+D+i y por Valdecilla. Hay un Euskadi Buru Batzar cuya misión, realizada con más o menos acierto, es pensar en cada momento lo conveniente para el País Vasco. Pero no hay un España Buru Batzar que piense en lo conveniente para los españoles (vascos incluidos), por desgracia para los cántabros.
Entre un hipernacionalismo absurdo y un cero de proyecto colectivo seguramente habrá un saludable punto intermedio, que podríamos encontrar si alguien acierta a encender la luz. Ni las autonomías ni Europa van a ir bien si no funciona la articulación 'España'. Y de momento no parece que vaya a funcionar, y me limito a la prueba del algodón cántabro: ya se empieza a hablar de recortar inversiones previstas o a rebajar expectativas. Nacido del Buru Baztar que sí existe, el Gobierno central no puede tener los conceptos del que no existe: el español.
La teoría del regionalismo cántabro es que toda esta carencia se puede suplir con relaciones públicas, con la diplomacia del sobao. Pero si la teoría no ha funcionado en 12 años, ¿por qué habrá de hacerlo en un futuro? No es la simpatía de España lo que debemos despertar, sino su interés: su verdadero interés nacional, estratégico, económico, geopolítico, logístico. En vez de hacer que los territorios menos interesados en España sean cada vez más ricos y más despegados, procede generar alternativas reales a su poder. Pero si España, popular, socialista o piscinista, permanece impasible ante el hecho de que en este siglo el PIB por habitante vasco ha subido del 122% al 132% de la media española, mientras que el cántabro ha bajado del 94% al 90%, ello no significará solo que no hay un España Buru Batzar, sino que ni siquiera existe un Cantabria Buru Batzar que pueda tener un as en la manga en alguna ocasión solemne.
Porque hágase usted esta pregunta: ¿quién está pensando ahora en lo más conveniente para Cantabria, por ejemplo, poner en solfa la coalición con los socialistas si Madrid no garantiza las inversiones que ya estaban comprometidas? Nadie: esa es la respuesta correcta. La diplomacia de la anchoa no funcionó con Zapatero ni con Rajoy; es pueril esperar que lo haga con Sánchez. La gente del poder solo entiende el lenguaje del poder. Únicamente un CBB en condiciones puede lograrlo, a la espera de que el español se forme y se haga cargo de la importancia geopolítica de Cantabria.
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Ana del Castillo
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