«España no contaba con esta llegada masiva de venezolanos»
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Raúl Bastida recuerda como cuando salió de Venezuela, «a muchos compañeros los había cogido la Policía y nunca más volví a saber de ellos»Secciones
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Raúl Bastida recuerda como cuando salió de Venezuela, «a muchos compañeros los había cogido la Policía y nunca más volví a saber de ellos»Él apuró su suerte hasta el final: «Me dedicaba a documentar las protestas en la calle. Hacía vídeos y fotos. Cuando salí de Venezuela, a muchos compañeros los había cogido la Policía y nunca más volví a saber de ellos. La cosa estaba tan mal que tuve que precipitar mi ida», recuerda Raúl Bastidas (35 años).
Era agosto de 2017 cuando llegó a España. Su mujer e hija se habían instalado meses antes en Madrid, donde residía su hermana. «Eran el avance para luego llegar yo. El plan estaba medido; aunque luego las cosas cambiaron».
De aquello han pasado casi dos años. Tiempo en que se divorció de su mujer, emprendió una nueva vida en Santander y logró hace escasamente dos semanas el régimen de protección internacional de carácter humanitario; aunque pese a eso la lista de espera de la Administración le haya impedido a día de hoy renovar su permiso de trabajo, caducado desde el pasado octubre. «Somos muchos los que hemos llegado de golpe y es comprensible que haya colapso, pero ojalá se resuelva pronto. Lo único que quiero es que todo se resuelva de una vez y pueda ganarme la vida sin estos sobresaltos», lamenta.
El camino hasta llegar a la situación actual ha sido para Raúl un sendero plagado de obstáculos. En sus primeros pasos en España probó primero en Barcelona, donde barajó instalarse con su familia y buscó trabajo. Pero la situación en las ciudades grandes es complicada. «Nos volvimos a Madrid, donde estaba mi hermana con su marido e hija, y nos acogieron en su piso hasta ver cómo nos arreglábamos».
Llegado noviembre en la capital de España comenzó su proceso de regularización. «Me dieron cita para la entrevista, que tardó tres meses y luego me dieron la tarjeta blanca, que es la primera que te otorgan», evoca. Esperó seis meses más hasta lograr la segunda tarjeta, la roja, que trae un permiso de trabajo adjunto; y entre tanto, se buscó la vida como pudo.
«No es de extrañar que al final haya gente que está en negro. Es un problema porque te la juegas pero es que la gente tiene que comprender que de algo tenemos que vivir. Yo entonces tenía que dar de comer a mi familia, lógicamente, ¿no?», se justifica.
La tensa situación causó estragos en la convivencia conyugal. «Hay gente que no administra bien estas situaciones de estrés y de dificultades y al final acaba cayendo. Y a nosotros nos pasó eso». La convivencia en casa, donde cohabitaban dos familias, se complicó. Y la relación con la que era su esposa corrió la misma suerte. Terminaron divorciándose y Raúl miró hacia el norte de España en busca de una vida mejor. «Me dijeron que aquí había trabajo y menos gente. Que en el País Vasco había dinero. Por eso subí, y al final he terminado en Santander».
Durante el tiempo en que ha tenido permiso de trabajo, y ya son dos años, ha estado desempeñando labores de comercial. Es algo relacionado con la que era su vocación en Venezuela. «Allá era emprendedor en el tema audiovisual. Realizaba vídeos y hacía fotografías, reportajes, etc. Lo tuve que dejar todo por venirme aquí, cuando la cosa se complicó; pero no lo lamento porque sé que algún día quizá pueda recuperarlo».
No es amigo de la queja fácil. Todo lo contrario. «Cuando me vine sabía que me iba a encontrar con muchas dificultades, que en España iba a pasar épocas de estar mal, sin permiso de trabajo ni de residencia. Cuando a veces oigo a algún inmigrante quejarse, no lo entiendo muy bien. Creo que es porque no están informados de lo que se van a encontrar aquí. Hay que saber trabajar y esperar para salir adelante», argumenta. Él ha sabido tener la paciencia debida para lograr sus objetivos.
Raúl saca su tarjeta roja y mira con rabia la fecha de caducidad, ya vencida. Esas cifras se han convertido casi en una obsesión. «Es una pena que existan estos desfases, porque si tengo el permiso de residencia concedido, no se entiende cómo todavía no puedo trabajar». Sucede que la aprobación de residencia por razones humanitarias le fue comunicada por teléfono pero aún quedan unos días para que llegue la documentación que lo acredita. Y entre tanto acaba de caducar su tarjeta roja -la que habilita para firmar un contrato laboral- y aún no le han llamado para renovarla porque la saturación de la Administración alcanza unos niveles que no hacen sino engrosar la lista de espera.
«Nadie, ni el Gobierno ni nadie, contaba con este aluvión de migrantes llegados de Venezuela». A él su empleador le ha avisado de que puede regresar cuando vuelva a tenerlo todo en regla. «Me dice que entre tanto no se puede hacer nada, que la multa que imponen es lo suficientemente cara como para disuadir a cualquiera».
Tiene a un hermano en Santiago de Chile. «Las cosas se están poniendo tan feas allá que está pensando en regresar a Venezuela». Su hermana reside en Madrid, como su exmujer e hija; y sus padres y abuela se quedaron en Venezuela. «Es muy difícil porque estás acostumbrado a una vida de familia y de pronto todo se disuelve». Nunca creyó en la suerte, piensa que cada cual tiene lo que merece, lo que ha trabajado; pero conoce casos en que la fortuna sí ha tenido peso sobre el devenir de algunos compañeros. «He conocido gente que a los dos meses ha encontrado un trabajo estupendo. Qué le vamos a hacer».
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