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Lyuva tiene una aplicación en su teléfono móvil que suena como un despertador, salvo que cuando se activa, no comienza el día, sino el miedo. El sonido alerta de alarmas por bombardeo en su ciudad, Kamenets- Podolskiy, al oeste de Ucrania. Significa que toca refugiarse ... hasta que un segundo aviso permite salir de nuevo. Los momentos que siguen a ese sonido suponen llamar por teléfono confiando en que, al otro lado, alguien responda. Ese alguien es alguno de sus tres hermanos, que con menos de 30 años, en apenas nueve días han pasado a formar parte de las fuerzas armadas de un país que se revuelve sobre sus propias costuras bélicas.
El pasado sábado, Lyuva y Stanis, su marido, cogieron su coche y emprendieron el viaje a Polonia. Cruzaron Europa, sin descanso, para sacar de su patria a su familia. El salón de su casa, en Tanos, nunca había estado tan lleno como ahora. De repente son seis en casa. Pronto, siete, pues su cuñada también intenta dejar el país. Y creen que así será durante muchos meses. Mientras ponen sobre la mesa café y bombones, siguiendo la norma no escrita de los ucranianos de ofrecer siempre alimento a quien acude a su hogar, Valentina, su madre, escucha cabizbaja. «¿Ustedes querían venir a España?». «No -responde sin dudar- Es mi casa, mi país». Allí han quedado sus hijos, nietos, su casa, sus rutinas y sus recuerdos.
Desde uno de esos refugios «que todos tenemos en casa», un vestigio de la Segunda Guerra Mundial, tomaron la decisión urgente de partir. El marido de Ana, que sostiene en sus brazos a la pequeña Miriam, de apenas 10 meses, llevó a las tres mujeres hasta la frontera de Polonia, donde un grupo de hombres golpeó su coche con bates. Milicianos, explican. Tras esperar durante horas en las largas colas, pudieron cruzar a pesar de que la bebé no tiene papeles. No contaban con necesitar un pasaporte en sus escasos meses de vida. Una vez en Polonia, dos personas se convirtieron en sus ángeles de la guarda. Eugenio, que las recogió cuando habían recorrido una veintena de kilómetros andando y las llevó hasta Cracovia, donde las acogió Camila. En su casa pudieron descansar, alimentar a la niña y entrar en calor. Después, un reencuentro ansiado con Lyuva y Stanis, y sin pausa, otro coche y dos días más de viaje hasta llegar a Torrelavega. Están agotados, desorientados y tristes. La lluvia, el cansancio y la dificultad para comunicarse no les han permitido ver aún lo que Cantabria les ofrece. Sí sentirlo.
«No me esperaba la respuesta de la gente», explica Lyuva. Y para. Porque la emoción le impide seguir hablando. Tras viajar a Cantabria cada verano durante una década, junto a otro medio centenar de niños y niñas acogidos por familias de Tanos, hace tres años, se trasladó definitivamente. Trabaja en Torrelavega como manicurista. A finales de año abrió su propio local en la calle Juan José Ruano. «No puedes imaginar cómo está mi teléfono», explica. Cientos de mensajes y llamadas. «No tengo ni tiempo para contestar a todos». Una respuesta que va más allá de las palabras. «Hoy hemos recogido una bolsa gigante con cosas que nos han dado para la niña».
Miriam, ajena a la dura realidad en que se encuentra su familia, da sus primeros pasos apoyada en la mesa y juega con Massandra, la pequeña perra pequinesa que se han traído con ellas, junto a las escasas pertenencias que caben en una maleta.
Olga, la suegra de Lyuva, enseña con orgullo una camisa que ha bordado a mano para su hijo con un intrincado punto de cruz llamado vyshyvankas. Las tradiciones sobreviven a las guerras y cobran aún más peso lejos del hogar.
Las tres mujeres se sienten «culpables»; no será sencillo mantener a una familia con un único sueldo y son conscientes del quebradero de cabeza que supondrá para Lyuva. Ella, que ha dormido apenas unas horas en los últimos días, entre recados, tareas, idas y venidas, es tajante: «No he tenido ninguna duda y ni pienso en que se marchen. Son mi familia».
Alrededor de la mesa, con la grave cadencia de la lengua eslava, todos reaccionan al unísono ante una pregunta compleja. ¿Les parece bien el envío de armas por parte de España? «Claro que sí, aunque debería haber sido hace una semana. Las armas llegarán, los rusos no». La defensa de su país es una causa común. «Hasta las mujeres salen a la calle cuando ven los tanques para gritarles que se vayan. Estamos cansados de tener miedo». Creen que el presidente Zelensky está haciendo un buen papel, «pero es imagen; son los chavales los que están defendiendo el país», explica Lyuva. «Nos hemos sentido abandonados durante años, y ha tenido que ocurrir esto para que nos hicieran caso». Hace referencia a un conflicto enquistado que se remonta, según explican, a 2014, y que ha supuesto 15.000 muertes. La toma de la central nuclear en las últimas horas es para ellos lo más preocupante: «Si pasa algo, será como seis Chernobyl». «Ucrania lleva en guerra muchos años». Les sorprende cómo sus familiares rusos «parecen zombies». «Saben lo que está ocurriendo, pero dicen que Putin va a salvarnos a todos. ¿De qué?». Mientras, unos pocos salen a las calles a manifestarse contra el conflicto, piensan que «si saliese un millón, la ola sería imparable». Pero, ¿cómo jugársela? «Están deteniendo hasta a las abuelucas», dice Lyuva, con un diminutivo local. «Sí -sonríe- es que también soy cántabra».
Toda la familia ha ido al edificio Lázaro Baruque, donde se encuentra el punto de recogida de materiales para enviar a Ucrania. Preparar cajas, ordenar medicamentos, separar prendas. Cualquier tarea en la que puedan colaborar en bienvenida. Es una forma de sentirse útiles y ayudar en primera persona a sus compatriotas. «Hacen falta muchas manos, hay mucho que hacer». Esta oficina provisional, está justo detrás de la Cruz Roja, donde han comenzado los trámites necesarios para empadronarse en la ciudad. Torrelavega tendrá tres vecinas más, todas con ojos azules llenos de tristeza que se animan cuando el fotógrafo les dice bromeando «¡A ver si os vais pronto!». «¡Ojalá, ojalá».
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