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En 1906, Aurel Popovici, abogado y político procedente de la población rumana del entonces vasto reino de Hungría, propuso crear los 'Estados Unidos de la ... Gran Austria' para resolver los problemas étnicos del imperio austrohúngaro. Popovici defendía la constitución de 15 estados federados: ocho con predominio eslavo, tres con mayoría germánica, dos con mayoría húngara, uno con preeminencia italiana, y un último con mezcla de italianos y eslavos. Seis de los territorios de Popivici son hoy estados independientes: República Checa, Eslovaquia, Austria, Hungría, Eslovenia y Croacia. Los demás fueron absorbidos por estados vecinos. Los EEUU austriacos no fueron posibles.
Los dos grandes ensayos de federación en suelo exclusivamente europeo (omitiendo Rusia) han sido Alemania y Yugoslavia. No es caritativo comentar el destino del proyecto yugoslavo. Alemania, que tiene el prefijo de federación ('Bund') para todo, con la Bundesliga o el Bundestag o el Bundesbank, surgió en 1871 como un imperio que reunía diversos reinos, ducados, principados y ciudades. Aquel mecanismo nunca funcionó bien, y hay historiadores que señalan que la Primera Guerra Mundial fue desencadenada por el gobierno imperial a fin de buscar una salida externa a su progresivo bloqueo interior. Tras la guerra, la Constitución de Weimar dio lugar a un gobierno republicano mucho más centralizado, que fue absoluto en el nazismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, los Aliados no quisieron otro gobierno alemán demasiado fuerte, y por ello la Constitución de 1949 dio amplias capacidades a los estados federados, otorgándoles además influencia en la legislación a través de sus representantes en la cámara alta o Consejo Federal (Bundesrat).
El efecto dispersivo de esta estructura fue contrarrestado por el miedo a la URSS y por un cierto orgullo colectivo debido al milagro económico de la reconstrucción. Pero fue decisivo que Alemania se quedara sin territorios no alemanes, al perder la Posnania polaca, Alsacia y Lorena en Francia, y el norte de Schleswig en Dinamarca. Ello le evitó conflictos secesionistas. Quiere decirse que se necesitan poderosas restricciones geopolíticas para impedir que una estructura federal acabe resultando pura entropía como Checoslovaquia o Yugoslavia.
En España, el federalismo está en la esfera de pensamiento constitucional desde los estudios del barcelonés Francisco Pi y Margall, que llegó a ser presidente de la Primera República en el verano de 1873. Pi describe en 'Las nacionalidades' (1877) una lista de competencias exclusivas del gobierno federal que no solo es muy similar a la de nuestra actual constitución, sino que incluso confiere al poder central más rotundas capacidades. Su idea de reconocer autonomía a las llamadas entonces 'antiguas provincias' como Cataluña, Aragón, Valencia, Murcia, las dos Andalucías, Extremadura, Galicia, León, Asturias, las Vascongadas, Navarra, las dos Castillas y las Islas Canarias y Baleares, se realizó un siglo después con pequeñas modificaciones, al emerger Madrid, Cantabria y La Rioja, fusionarse las dos partes andaluzas y ser agregado León a Castilla. Las 16 regiones margallianas (de las que 15 más Cuba y Puerto Rico ya habían figurado en el proyecto de Constitución Federal que Emilio Castelar impulsó en 1873) se convirtieron en 17 durante nuestra Transición.
Aunque Pi mencionaba continuamente a Estados Unidos de América y a Suiza como ejemplos, lo que agregó como apéndice a su libro fue la Constitución del Imperio Alemán de 1871. Es extraordinario que ofreciera como paradigma un estado imperial. Pi habla siempre de España como 'la nación' o 'la patria', pero el modelo germano parece sugerir otra lectura. Su federación es, en el fondo, la recomposición democrática del imperio residual.
América no es un buen ejemplo para España: dimensión continental, cruenta y fallida secesión sureña, eliminación de la población autóctona, apoliticidad de los grupos étnicos recién arraigados, poderosa mitología cultural común. Donde sí hay politización de grupos étnicos en contexto federal o cuasifederal, como en Canadá, Bélgica o Reino Unido, existe automáticamente un problema muy grave de secesión: Quebec, Flandes, Escocia, Irlanda del Norte.
Tampoco es buen ejemplo Suiza, basada en pequeños cantones. Su confederación es la sola alternativa a su potencial redistribución entre Francia, Alemania e Italia, como el pluriétnico Banato donde nació Popovici está hoy repartido entre Serbia, Rumanía y Hungría.
Así que el único referente que nos queda es Alemania. Nos hemos dado la misma constitución que los Aliados le impusieron para evitar un gobierno central fuerte. En la medida en que hemos copiado de la Ley Fundamental alemana (no pocos artículos de la nuestra se inspiran en ella, como el 155 que ahora se invoca para Cataluña), tenemos la constitución de un estado descentralizado por sus enemigos. Y que sobrevive por dos esenciales rasgos que a nosotros nos faltan: un admirable sentido de la corresponsabilidad institucional, y la inexistencia de una diversidad lingüística instrumentalizada para definir cotos cerrados.
Antes de imaginarnos Cantabria como un estado integrante de los Estados Unidos de España, conviene sopesar bien la experiencia federal de los demás. Con una sola idea el diputado José Ortega y Gasset impidió que la Constitución de la Segunda República fuera federal: si los pueblos están separados, la federación es un método de unirlos; pero si están ya unidos, es un método para disgregarlos. Es llamativo que los principales estados federales tengan dimensiones prácticamente continentales: siete de los ocho países más extensos del mundo son federaciones; pero en el tamaño de España, entre los puestos 40 y 60, ninguno lo es.
Esto indica que la federación que piden los tiempos es más bien la de la Eurozona y sus 340 millones de ciudadanos. Como Ortega, Pi y Margall era un intelectual bienintencionado que deseaba reconstituir España sobre más sólidas bases. La orteguiana «redención de las provincias» no dejaba de ser una versión más suave y elitista del federalismo pimargalliano (descentralizar desde arriba en vez de delegar desde abajo). Pero estas eran teorías de hace 140 y hace 80 años. Hoy, en un país con autovías, aeropuertos, internet y una red radial de AVE, ¿por qué no aprovechar mejor las sinergias de un espacio donde todos estamos ya más juntos y donde la comunicación es más densa que nunca? Las vidas que ha unido la moderna tecnología no las separe la vetusta ideología.
El problema de Cataluña y de España es, pues, caso particular de un problema europeo más general: la cultura política va muy por detrás de la realidad y vive de restos arqueológicos de antiguos dogmas partidarios. El efecto de este anacronismo es disgregador en todo el continente. Y está por ver si seremos lo bastante creativos como para corregir la tendencia.
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Ana del Castillo
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