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Emilio Lledó, autoridad moral en un país huérfano de referentes, se preguntaba esta semana cómo es posible que la indecencia domine la política. Pregunta que ... ya no nos hacemos por temor a que la respuesta nos haga cómplices del desaguisado. Al fin y al cabo, nosotros sostenemos en las urnas ciertos comportamientos sabiendo que no son decentes. «Sería maravilloso –corre por las redes sociales– que los políticos sólo pudieran robar a quienes le votan».
«Un indecente destruye lo que tiene que gobernar», Lledó se cuestiona «quién los educó en esa corrupción, en esa deformación mental». La duda es si sólo los educados en la inmoralidad de paradigmas morales económicamente rentables ascienden a la pirámide política, o si el resto también quedan automáticamente contaminados al contacto con las alturas.
Precisamente la recurrente proclama de 'todos son iguales' es el comodín que justifica refrendar a los malos o mirar para otro lado, como mal menor. No todos los políticos son iguales, como tampoco son iguales todos los periodistas, maestros o médicos. Ni siquiera un día es igual a otro, por más que se repita el mismo amanecer. Pero asumir este predicado general satisface conciencias porque es más cómodo. Quizá ahí radica el problema, sucumbir a la cobardía de conformarse con una respuesta de minúscula simpleza ante una cuestión de mayúscula trascendencia.
Somos más libres que nunca –decía Bauman– pero más impotentes que en ningún otro momento de la historia porque «todos sentimos la desagradable experiencia de ser incapaces de cambiar nada». Somos una sociedad atribulada –predicaba– por la ignorancia y la impotencia.
El desasosiego es tal que Habermas ha tirado la toalla. El discípulo de Adorno, el pensador de la Escuela de Fráncfort, ha dicho que ya no puede haber intelectuales comprometidos –con un pensamiento propio, no con determinadas siglas políticas– porque ya no hay lectores a quien seguir llegando con sus argumentos. Las reflexiones de Habermas o de Lledó nunca abren los telediarios.
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