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El planeta está mejor sin nosotros ahí fuera. Las aguas corren más limpias y el aire más puro. Los animales han reconquistado espacios que les habíamos usurpado. Con nuestra reclusión, la naturaleza ha recobrado su libertad. Me relaja pensar en lo que ocurre en los bosques, mares y montañas mientras permanecemos alejados a la fuerza. A veces fantaseo con la idea de que no estamos encerrados por un virus, sino por un pacto global para reducir las emisiones contaminantes alcanzado por las naciones en la última Cumbre del Clima. Y me da la risa floja. Es tan pueril imaginar algo así y tan impensable que suceda que me fascina el hecho de que más de un tercio de la humanidad esté confinado. Sería un hito social si pudiéramos disociarlo de su causa: una pandemia. El miedo a morir nos ha enclaustrado. La conciencia ecológica carece de esa fuerza.
Muchos que han deseado ser perro estas semanas envidiarán ser niño a partir del domingo. Dejemos salir al que todos llevamos dentro al menos para que fabule. Más divagaciones infantiles. Visualizo las manifestaciones del futuro. En lugar de aglomerarnos en las calles, organizaremos caceroladas de balcón con nuestras pancartas caseras para clamar contra la violencia machista, para reclamar igualdad, para que no recorten las pensiones... Haremos mucho ruido. El éxito de la protesta se medirá en decibelios, y no en número de asistentes. Habrá sonómetros en puntos representativos y los periodistas pediremos las mediciones exactas. Ya no tendremos que hacer nuestro propio cálculo para cuadrar el abismo entre las cifras que facilitan los convocantes y las que nos trasladan las autoridades.
Cifras. Eso me recuerda lo poco que he dormido también hoy, no por las molestias óseas, sino por las gatunas. Blue me ha vuelto a despertar. Tiene escacharrado su reloj biológico. En el de mi mesilla marcaban las 4.18. He pensado que ojalá el número de muertos del día baje de esa cantidad. Pero a media mañana el Ministerio ha comunicado 440 nuevos decesos por Covid-19. Esa «lenta marcha hacia la nueva normalidad» que vaticina Pedro Sánchez va a retardarse en todos y en el peor de los sentidos.
No sé si lo han notado, pero yo diría que después de cuarenta días de confinamiento hemos aflojado un poco en los aplausos. En general, estamos menos motivados. Es normal. Pero ahora que el personal sanitario y el resto de trabajadores a los que más les toca dar el callo en esta emergencia social están agotados, no debemos dejarnos vencer por nuestro cansancio. Recibir ánimos se agradece. La redactora Laura Fonquernie y el fotógrafo Roberto Ruiz fueron el sábado a hacer un reportaje precisamente sobre ovaciones y balcones. En la Avenida de Cantabria uno de los residentes anunció, megáfono en mano, la presencia de los dos periodistas de El Diario. Los vecinos los recibieron y los despidieron con una salva de aplausos. «Fue una sorpresa y me hizo mucha ilusión», reconocía Laura. «Así da gusto. Ahora, a prepararnos para el próximo palo», le dije. «Para eso siempre estamos preparados», contestó. Esta coyuntura excepcional, ya lo hemos hablado, es un máster intensivo para los reporteros más jóvenes y un aprendizaje para todos.
Me ha alegrado saber que estas Mesas de Redacción son de alguna utilidad. Tras salir a la luz que la periodista de Cultura Rosa Ruiz tiene tan alborotada su rizada cabellera que apenas puede pasar por las puertas sin sacar brillo a los marcos ha recibido ofertas de unos cuantos 'peluqueros' voluntarios. El que más credenciales ha presentado ha sido nuestro colega Juan Carlos Flores-Gispert. Le ha enviado incluso una fotografía para que aprecie la maestría con la que él mismo se arregla el flequillo y las patillas. Está dispuesto a romper la cuarentena para socorrer a Rosa.
¿Qué creen que pasaría si un policía le da el alto a Flores-Gispert en plena misión 'Salvemos a Rosa de sus rizos'? «Buenos días, caballero. ¿Documentación?». «Aquí tiene, agente». «¿Adónde se dirige?». «Voy a ayudar a una amiga aquejada de exceso capilar. Ya no se atreve ni a salir al balcón a aplaudir. El otro día le anidó una paloma en la cabeza y no se dio cuenta hasta que abrió la ducha», adornaría él un poco para justificarse. ¿Cómo reaccionaría el funcionario? «Siga, siga. No la haga esperar». O no. «¿Me toma el pelo? Pues a usted el suyo se le va a caer como poco con una multa de 600 euros. Déjeme que compruebe a qué distancia está de su domicilio». Estos días hay muchos policías en las calles y la mayoría sabe lo que significa su uniforme, por eso la gente los aplaude desde las ventanas. Sería mala suerte que a Juan Carlos le tocara uno de los que confunden la autoridad con el abuso de poder y la vocación de servicio con la de castigo. No sé. Rosa sugiere que, aunque mal, igual aguanta un poco más.
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