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El 28 de julio de 1979 el policía nacional Miguel Ángel Saro Pérez se encontraba con un compañero realizando un control de vehículos en el camino que unía Bilbao y Erandio. En un momento dado, se acercó hasta un quiosco situado a unos metros y ... cuando abandonó el establecimiento varios miembros de ETA que habían llegado en un coche robado le dispararon por la espalda. Murió en el acto. «Le acribillaron», explicaban ahora, cuando se cumplen 40 años del asesinato del primer cántabro a manos de la banda terrorista, las hijas. Dejó tres, y la más mayor solo tenía ocho años. Durante gran parte de su vida, prácticamente la única imagen que tuvieron de su padre era la de una fotografía que la compañía de la que era miembro le hizo con el nuevo uniforme del cuerpo. Un traje marrón que sustituía al gris que durante años dio nombre a la policía de entonces y que Miguel Ángel nunca pudo llegar a vestir en la calle. Le mataron antes de que tuviera tiempo de estrenarle.
«Nuestra familia nos enseñó a vivir sin odio», insisten. Desde muy pequeñas fueron conscientes del motivo de la ausencia, pero permanecían ajenas a los detalles. «Mi madre nunca nos quiso decir nada. Ni nosotras preguntábamos porque sabíamos que no iba a hablar. Y no insistíamos porque sabíamos que ella lo pasaba mal. Ella se lo quedaba todo dentro. Estoy convencida de que pagó con su salud todo lo que hicieron a su marido», afirma Cristina, la más pequeña de las hijas de Saro, que no tiene ningún recuerdo de su padre y reconoce que, al igual que sus hermanas, tuvieron una infancia feliz. Todo gracias al esfuerzo de su tía Cristina, de sus abuelos maternos y del resto de la familia paterna. Cada vez que ETA volvía actuar y los telediarios informaban de un nuevo crimen, la mujer de Saro apagaba rápidamente la televisión.
El abuelo de aquellas niñas hacía lo mismo. Lanzaba algún improperio y rápidamente se calmaba pensando en refugiar a sus nietas. «Él se ponía de muy mala leche y ella cambiaba la cara y se encerraba en sí misma», cuenta Elisa. Cree recordar que una semana antes de que le asesinaran le fueron a visitar a Bilbao y «creo que hicimos una sardinada». «No fue una semana antes. Fue el día antes. Si le dispararon un sábado, esto fue un viernes. Y él no se pudo venir para Cantabria porque después trabajaba», le corrige la tía, a la que desde entonces siempre tuvieron muy cerca.
Ese silencio protector que envolvió a las tres hermanas se rompió hace seis años, cuando se quedaron también huérfanas de madre. Una tarde, mientras hacían limpieza en la casa familiar, se encontraron una carpeta con todos los recortes de prensa originales de aquellos días. La noticia del asesinato, las fotografías del traslado del féretro, el multitudinario funeral en el cementerio de Ciriego. «¿Quieres saber cómo fue aquello? Pues espera y siéntate que te lo voy a contar», dijo la tía Cristina a una de sus sobrinas cuando esta comenzó a curiosear. Casi 35 años después de la muerte de su padre, fueron conscientes de cómo vivió la familia aquellos días.
Se enteraron de que Miguel Ángel Saro había estudiado Químicas y que llegó a la Policía Nacional por un capricho de la vida y probablemente influido por su suegro, quien había sido guardia civil; de que aunque era consciente del peligro que suponía ser un miembro de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en el País Vasco durante los años de plomo de ETA –y por eso nunca quiso trasladar allí a su familia–, no temía que le pasara nada. De que cuando volvía a casa los fines de semana hacía bromas con las nuevas medidas de seguridad que se introducían para evitar atentados o de que, una vez que se produjo el asesinato, la familia lo pasó casi tan mal cuando fue a recoger el cuerpo –el ambiente en los alrededores de la Comisaría era casi más favorable a los terroristas que a sus víctimas– como cuando escucharon la noticia. Se enteraron de todo...
El Ministerio del Interior tiene reconocidas en Cantabria a 554 personas como víctimas del terrorismo. De esta forma, la comunidad autónoma es la quinta del país con más ciudadanos que tienen esta condición y que, por tanto, pueden acceder a las ayudas psicosociales y económicas que pone a su disposición el Estado. De las 10.230 que existen en toda España, el grupo más importante se encuentra en Madrid (4.166), seguido de País Vasco (1.895), La Rioja (824) y la Comunidad Valenciana con 576, una cifra casi idéntica a la de Cantabria.
Aunque esta estadística recoge todo tipo de actos terroristas, el grueso de los víctimas corresponden a la actividad criminal de ETA durante más de 40 años y, en menor medida, la de los grupos islamistas, que disparan los números en la capital del país como consecuencia de los acontecimientos del 11 de marzo de 2004, que dejaron casi 200 muertos y un gran número de heridos de diversa consideración. Y más insignificante aún respecto al total son los cometidos por el Grapo, una banda de ideología antifascista ya inoperativa. El mejor ejemplo de ello es el caso cántabro. En la región, 528 víctimas del terrorismo lo son por culpa de los etarras. Es decir, el 95,4%de todas los existentes.
La Dirección General de Apoyo a las Víctimas del Terrorismo tiene establecidos los mecanismos para que los afectados puedan realizar las solicitudes de asistencia sanitaria, psicológica o, en los casos en que los damnificados sean miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, de condecoraciones. Además, existen baremos para tramitar las ayudas económicas en función de las consecuencias del acto terrorista.
En Cantabria, en estos momentos, hay reconocidas seis víctimas del terrorismo con resultado de fallecimiento y otras cuatro que a raíz de aquellos actos acabaron con una incapacidad total. La lista se completa con 28 personas que resultaron heridas y, por último, el grueso corresponde a cántabros que tuvieron daños materiales por un atentado. Son exactamente 493 por ETA y 23 por otros autores o grupos.
A Campos, la mayor de las hermanas, aquellas palabras le sirvieron para reconstruir las piezas que aún conservaba en su memoria. «El grito que pegó mi madre aún lo tengo en la cabeza. Ella lo supo al momento», cuenta. Desde que su marido había sido destinado a Vizcaya vivía con una oreja pegada al transistor, con el dial de Radio Nacional de España a la espera del boletín de noticias. El de aquel día fue un tanto confuso. Informaron de que un santanderino y su compañero habían muerto, pero el locutor intercambió el nombre y el apellido de los dos agentes. Además, tenía el turno de tarde, no de mañana. Aunque había elementos que no encajaban, no tenía dudas. «Ella ya sabía que era Miguel Ángel. Yo estaba llegando a la casa y escuchaba como un ladrido de perro. Era mi hermana llorando. Cuando abrí la puerta lo primero que me dijo Campos, aunque no era consciente de lo que implicaba, es que habían matado a su padre», repasa la tía.
Ella vivió en primera persona aquellos momentos. Fue ella la que llamó a la centralita de la Policía Nacional para pedir una aclaración que no llegó. Recuerda cómo su padre, un guardia civil escrupulosamente respetuoso con los superiores, cuando tres horas después llegó a la vivienda el comandante para notificar la noticia de la muerte del cabo primero Saro –ascendido a sargento a título póstumo– no pudo evitar increparle:«Llega usted muy tarde. Muy tarde. Nos vamos ya para Bilbao».
La llegada a Vizcaya fue la segunda parte de aquellos días de calvario. El ambiente en Basurto, donde fueron trasladados los cuerpos, era irrespirable. En la calle nadie había hecho ademán de suspender las fiestas de la localidad a pesar del atentado. Es más, parecía que la celebración era aún mayor con dos muertos sobre la mesa. «A un compañero tuvieron que meterle en la celda porque estaba tan alterado que quería salir a buscar a los autores… Parecía que en vez de víctimas, nosotros eran los asesinos», lamenta. De allí salieron sin ningún tipo de escolta, protección o reconocimiento, en el coche familiar y detrás del vehículo de la funeraria. Y hasta que no llegaron a Heras no encontraron una comitiva para recibirles: «Ahí ya sí nos sentimos en casa».
Mirando al pasado, las tres hermanas critican la falta de apoyo y reconocimiento que en aquella época –creen que todo cambió a partir del caso de Miguel Ángel Blanco– tenían las víctimas del terrorismo, sobre todo si eran policías y militares, porque se daba por hecho que «era un riesgo propio de la profesión». La prueba es que hasta hace cinco años no cobraron la última parte de la indemnización. Y aunque subrayan que no tienen odio, sí reconocen que se les queda mal cuerpo cuando ven «a los de Bildu en el Congreso o una entrevista a Otegi en la televisión pública», y rechazan el uso político que se ha hecho de la actividad terrorista y que se haya negociado con gente «sin sentimientos y razón alguna».
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