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La reciente comparecencia en nuestro Parlamento regional del profesor Juan Rodríguez Poo, designado por Cantabria para participar en la comisión de expertos que estudia la reforma de la financiación de las comunidades autónomas, hubiese sido en condiciones normales un ejemplo de pragmatismo institucional. Se resumen ... las opciones, se advierte de los riesgos y necesidades de Cantabria, se invoca el consenso de las fuerzas políticas.
Sin embargo, ¿cabe seriamente reflexionar sobre los medios para financiar una estructura territorial que no sabemos si va a sobrevivir y cómo? Cuando pensamos en ello, lo que parecía un útil ejercicio de normalidad se nos transforma al pronto en un arcaísmo o en política-ficción. La España de las Autonomías debe afrontar el movimiento de secesión en una de las mayores. Hágalo con la energía que sea capaz de reunir ante los hechos consumados, o hágalo mediante una reforma constitucional que incremente la falta de cohesión del país, en todo caso los trastornos y mudanzas que asoman por el horizonte tornan muy difícil cualquier previsión.
Por ejemplo, los ingresos públicos no son los mismos con Cataluña que sin ella, sea porque contribuya menos o porque deje de contribuir todo. Tampoco son los mismos si la recuperación en curso se congela o si se produce una grave alteración de la producción y el comercio, por causas políticas. Cantabria es una autonomía que cubre sus necesidades con la solidaridad del resto de España, y cualquier reducción en el nivel de solidaridad minará su ya discutible capacidad de gestionar con solvencia los grandes servicios públicos en el medio y largo plazo. La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal advierte de que el ‘efecto Cataluña’ puede restar 1.700 millones a las comunidades
Y esto podríamos generalizarlo un poco más, considerando que una España sin Cataluña, o en recesión por causa de un grave conflicto allí al estilo de un gran Ulster, mal podrá sostener toda la superestructura del Estado de las Autonomías. Proteger a la mayoría de catalanes, que se sienten también españoles, y defender el pilar constitucional de nuestra democracia son deberes que, si los hemos de honrar como parece el sentimiento extendido, se satisfarán con un descomunal desgaste psíquico, político y económico. Pues, habiendo permitido al nacionalismo radical inocular su veneno en más de un tercio de la población catalana, se ha generado un problema estructural de muy complicada gestión; una situación abrasiva en la que darse por vencido sería una crueldad y por vencedor, un sarcasmo.
Conduzca la crisis actual a una mayor descentralización de la España rica o a una recentralización de supervivencia (no necesariamente modificando el mapa autonómico, pero sí reconstituyendo los espacios comunes en sanidad y educación, por ejemplo, para ahorrar burocracia e ineficiencias), en ambos casos debatir sobre la financiación de Cantabria parecerá un entretenimiento.
Desde luego, ha quedado patente que el Gobierno cántabro no tenía hechos los deberes de la financiación autonómica. No hay un libro blanco, ni un informe de referencia, ni un catálogo preciso de posicionamiento. Pero puede que le ocurra en esto como a los malos estudiantes que el día de examen se libran de su merecido cate, a causa de un incendio que obliga a evacuar el colegio.
De momento no hay proyecto de ley de presupuestos del Estado, y las previsiones remitidas a Bruselas rebajan el crecimiento económico previsto. El ‘sanchosocialismo’ está jugando con fuego y nos puede chamuscar a todos los españoles. Es un momento de grave desafío a la democracia constitucional: no solo hay que pactar la respuesta legal al secesionismo, sino también reforzar el normal funcionamiento del Estado en sus medidas presupuestarias y fiscales. Situaciones excepcionales requieren compromisos excepcionales. Nadie reprocharía al PSOE haber dado a España un presupuesto de 2018, incluso si fuera un mal presupuesto. Es mejor que no tenerlo.
Para Cantabria, esta congelación del proyecto presupuestario resulta especialmente dramática porque se detienen inversiones que con toda probabilidad figurarán en el documento, pero cuya ejecución podría sufrir un retraso enorme. Así, entre la larga interinidad política de 2016 por la patología leninista que afecta, parece que irreversiblemente, a Pablo Iglesias, y un 2018 en el que puede suceder algo similar por el miedo escénico de la no tan leal oposición, más la paupérrima ejecución de inversiones propias a que nos tiene acostumbrados el actual Gobierno de Cantabria (a 30 de septiembre solo se había ejecutado un 32% de la inversión de todo el año) el panorama económico se presenta muy incierto, como ha venido a subrayar la catastrófica EPA del verano: no solo no creamos empleo anualmente, sino que somos la región que más empleo destruyó. Y no es casual: en 2015 se escogió la demagogia populista y este es su triste y predecible balance. Pedimos a Puigdemont que rectifique en lo suyo, pero ¿rectificaremos nosotros en lo nuestro?
La crisis nacional necesariamente transformará las referencias de las situaciones políticas regionales. Por un lado, la recomposición autonómica puede provocar un mayor localismo de reivindicación competitiva; por otro, el riesgo cierto para España y su Constitución primará a quienes demuestren una visión de estado. Una u otra tendencia puede predominar dependiendo del grado de maduración de la crisis. Lo que parece claro es que el futuro solo puede ser ya un plan B. Seguramente nuestros próceres estarán preparando uno de contingencia… para echar la culpa a alguien.
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