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NACHO GONZÁLEZ UCELAY
Sábado, 28 de marzo 2020, 07:41
La crisis del coronavirus está poniendo a prueba la robustez solidaria de un país que blande como ninguno el estandarte de la generosidad. De la generosidad a cualquier precio. Incluso al de la propia salud. De norte a sur y de este a oeste, España es en estos días difíciles un inmenso huerto donde se cultivan ejemplos que conmueven, que enternecen, que emocionan y que, de paso, colocan por sí mismos delante del espejo a quienes andan sobrados de palmas, pero muy limitados de gestos. Aquí tienen uno.
Los empleados de Cadmasa, un centro de atención a la dependencia que resiste como puede el asedio del Covid-19 a su finca -ubicada en Las Caldas del Besaya, en Los Corrales de Buelna-, se han trasladado a vivir a un pabellón polideportivo de la localidad porque es el único refugio que han encontrado en un municipio provisto de 40 plazas hoteleras libres que sus propietarios les han negado por terror a los estigmas.
«No es este el lugar más deseable», se lamenta Rubén Otero. «Pero es el único que he encontrado para continuar trabajando sin poner en un evidente peligro ni la salud de nuestros chicos ni la salud de nuestros empleados ni la salud de nuestras familias», afirma el responsable de una residencia masacrada por el virus: un muerto y 15 casos positivos (trece entre los usuarios y dos entre los trabajadores) en el conteo de ayer, viernes.
Muy preocupado por el avance descontrolado de la pandemia, Otero reunió a primeros de semana al grueso de su plantilla -tiene 52 empleados en nómina- para explicarles la situación y proponerles la posibilidad de aislarles en un mismo lugar donde todos pudieran descansar tras concluir sus jornadas laborales. «Es el único modo que veo de romper la cadena de contagios», dice el responsable del centro, que con esta medida pretende evitar una merma de personal, con los efectos que ello pudiera provocar en el servicio asistencial que se presta a los usuarios, y proteger la salud de todos ellos, familias incluidas.
La respuesta de sus trabajadores, al menos de la gran mayoría, hizo a Otero cambiar radicalmente la percepción que tenía de ellos como empresario.
«Me dijeron que estaban dispuestos a hacer lo que fuera necesario por ayudar a los chicos, que no iban a dejarles tirados, que estaban dispuestos a todo, que trabajarían, día y noche, cuantas horas fueran necesarias». Ninguno de ellos, ni uno sólo, mencionó el dinero.
Abrumado por una demostración de compromiso que no olvidará, el responsable del centro se puso manos a la obra. «Me dijeron que les buscase un lugar donde dormir y asearse y les dije que eso estaba arreglado. Pensé: 'eso lo soluciono yo con un par de llamadas'».
Pero no. «Telefoneé a varios hoteles de Los Corrales de Buelna y cuando les expliqué dónde trabajábamos y nuestra situación me dijeron que no nos admitían porque eso iba a costarles a ellos un problema de cara al futuro. Nos trataron como a apestados», explica Otero, que, indulgente con el sector, disculpa la actitud. «Puedo llegar a comprenderlo. El miedo es libre».
Decepcionado, el empresario se presentó el martes en la residencia con una docena de colchones que él mismo instaló en el gimnasio del centro residencial, donde, resignados, los trabajadores -y él mismo- maldurmieron en una noche de perros en la que sacrificaron su bienestar y su salud a cambio del bienestar y la salud de sus chicos y de sus familias.
Puesto al corriente de la situación, bochornosa, el alcalde de Los Corrales, Ignacio Argumosa, contactó a la mañana siguiente con el propio Otero, al que ofreció varias alternativas posibles, entre ellas las llaves del pabellón polideportivo de la localidad, que Guardia Civil, Policía Local y voluntarios de Protección Civil se apresuraron a adecuar al gusto de los empleados.
«Aquí estamos un poco mejor. Tenemos espacio suficiente, duchas, agua caliente y calefacción. Todo lo que podemos necesitar», explica agradecido Rubén Otero, que no obstante es consciente de que, con el paso de los días, las difíciles condiciones de vida que plantea esta improvisada solución va a hacer mella en la salud física y sobremanera mental de los trabajadores en un momento en el que se les pide un esfuerzo descomunal.
«Que sea lo que Dios quiera», dice el responsable de la residencia mientras organiza en la zona de banquillos el horario laboral de sus leales empleados.
Rubén Otero- Responsable de Cadmasa
Luis Ángel González - Empleado de Cadmasa
Laura Otero - Empleada de Cadmasa
Uno de ellos, Luis Ángel González, se prepara para marchar. «Trabajo en el turno de noche, así que me voy ya», dice el hombre, que se ha tirado toda la tarde durmiendo en el polideportivo con la única compañía de tres patos. «Entro a las diez menos veinte y salgo a las ocho de la mañana». En ese tiempo, unas diez horas, «me encargo de la seguridad del centro y la asistencia a cualquiera de los usuarios que lo requieran», trabajo que realiza con una segunda persona.
«He preferido quedarme aquí porque tengo mujer y dos hijos y si 'lo' cojo al menos no me lo llevo a casa», explica Luis Ángel, que está viviendo en la residencia una experiencia durísima. «Durísima porque todos queremos y apreciamos a estos chicos, y ver que se te ha muerto uno y que hay otros que están cerca...», cuenta entristecido el trabajador, a punto de echarse a llorar cuando piensa en el tiempo que estará «sin poder dar un beso a mis hijos y a mi mujer».
Impresionado con el comportamiento de los internos, que saben lo que pasa, y que preguntan si se van a morir, como Aitor, Luis Ángel se despide para iniciar un trabajo que Laura Otero acaba de terminar.
«Yo pertenezco al área cognitiva y realizo tareas de educadora con los chicos», explica la joven, que también está viviendo días traumáticos en el complejo. «Esto es muy duro, muy duro. Es muy duro porque los residentes son parte de nuestra familia y estamos viendo con impotencia que les están abandonando, que algunos se están muriendo y que nadie hace nada por evitarlo». Esto, dice Laura, obliga a redoblar esfuerzos a una plantilla que ella percibe muy tocada psicológicamente.
«Nos estamos desmoronando. Hacemos turnos para llorar. Ahora lloras tú y te consuelo yo, luego lloro yo y me consuelas tú. Y así estamos», explica la chica, a la que esta nueva etapa vital le ha servido para descubrir que «tenemos un equipo increíble que está remando en la misma dirección ahora que las cosas se están poniendo chungas».
De ese equipo forma parte también Yvonne Matía, que trabaja como cuidadora en un centro al que llegó hace sólo seis meses. También destaca la unión de una plantilla que ve con dolor que «hay chicos que han dado positivo y que sabemos que no van a salir bien parados». Se trata, dice, «de que estén lo mejor posible hasta que llegue su momento». Y hasta que esto se produzca, «sólo pienso en estar centrada, en hacer muy bien mi trabajo y en ayudar a los residentes en todo cuanto pueda».
Sin tiempo para venirse abajo, Yvonne, que no tiene familiares de riesgo en caso de contagio, ha decidido confinarse con el resto de sus compañeros en un gesto solidario que sabe que, al final, les va a pasar factura a todos ellos. «Sabemos que va a resultar muy duro, pero contamos con ello», tranquiliza la chica con firmeza mientras revuelve en sus cosas. Saca una toalla. Es hora de ducharse y tumbarse a descansar. Es un decir.
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