
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La vida de Mercè Castro (Barcelona, 1957) dio un vuelco irreversible el 26 de diciembre de 1998, el día que perdió a su hijo adolescente ... en un accidente de tráfico. «Estuve mucho tiempo perdida, envuelta en un dolor desgarrador sin poder ver la salida. En algunos momentos puntuales, el desconsuelo era tan grande que creí volverme loca. Nunca antes me había sentido así, estaba aterrorizada. Ahora sé que esto es normal, que forma parte del proceso de un gran duelo». Licenciada en Ciencias de la Información, Castro ha escrito tres libros ('Volver a Vivir', 'Palabras que consuelan' y 'Dulces destellos de luz') y ha dirigido las revistas El Mundo de Tu Bebé y Mente Sana.
Desde hace diez años se dedica a dar conferencias sobre cómo afrontar la muerte de un hijo, compartiendo con otros padres «las herramientas que me ayudaron a renacer después de un gran duelo. Siempre desde mi propia experiencia, porque no soy psicóloga», aclara. El sábado (de 10.00 a 14.00 horas) impartirá un taller en 'Ceiba, Espacio Psicoterapéutico Integral', que dirige María Fernández Lavín.
-¿Se puede superar la muerte de un hijo?
-El camino de un gran duelo es largo y cada uno necesita un tiempo distinto para atravesarlo. Pero el tiempo por sí solo no suele arreglar nada. Es posible que hayan pasado muchísimos años y estés todavía muerta en vida. ¡Son tantas las cosas que entran en juego! A mi entender, la aceptación de la vida requiere un compromiso de salir adelante, con el corazón abierto, a pesar de las tormentas.
-¿Y cómo se consigue eso?
-Mirando hacia dentro, nombrando cada uno de nuestros miedos, cambiando creencias y prejuicios que ya no nos sirven, dejando de juzgar, perdonando y perdonándonos, agradeciendo lo que somos, lo que tenemos. Un hijo no se olvida nunca y la nostalgia por su ausencia resurge a lo largo de nuestra vida, pero sí es posible que el amor desplace al dolor. Yo recuerdo a mi hijo con dulzura y sé que los lazos de amor van más allá de la muerte. A Ignasi no tengo que recordarlo, lo siento en mí, en mi corazón, en cada una de mis células, como cuando estaba embarazada.
-¿La vida puede volver a tener sentido para los padres?
-Cambia tu escala de valores. Antes de la muerte de mi hijo yo era mucho más exigente conmigo y con los demás, más intolerante, menos flexible. Por supuesto que no hubiese elegido el desgarro de la partida de mi hijo Ignasi para ampliar mi conciencia, pero no tenemos elección, ante la muerte no hay vuelta atrás. Ahora sé que solo el amor nos sostiene, que es la única moneda de cambio cuando estamos en una situación límite. En la UCI de nada sirve el estatus social o el dinero acumulado en el banco. Nos reconforta más que nos sostengan la mano con cariño, que nos miren con dulzura...
-¿La pérdida de un hijo mata la felicidad para siempre?
-Se puede volver a ser feliz. La felicidad, como la alegría, es una elección interna que responde a la plenitud, entendida como uno acepta o acoge todas sus emociones. Se puede estar feliz y triste. Es verdad que es difícil conseguirlo, porque se tiene que hacer todo el proceso de duelo, pero aunque parece una misión imposible, con el cambio de valores que comentaba, se busca lo sencillo y se puede volver a ser feliz.
-¿A qué deben aferrarse quienes se enfrentan a este drama?
-Cada duelo es personal e intransferible, porque cada persona tiene su propia historia, sus propias heridas, su manera de ver la vida. Un gran duelo reabre todas las emociones aparcadas. Cuando las cosas van más o menos bien, el día a día nos impide, a menudo, prestar atención a lo que sentimos y si hay algo que nos duele, inconscientemente, solemos esconderlo bajo la alfombra. Cuando muere un hijo eso ya no sirve. La única manera, a mi entender, de trascender el dolor es sentirlo, sin aferrarse a él ni rehuirlo. Hay que sentir la tristeza, la rabia, la frustración, el miedo, el desconsuelo, la culpa, lo que sea, sin juzgarnos.
-¿Cómo se sostiene ese carrusel de emociones?
-Con mucha paciencia y amabilidad hacia uno mismo, sin prisas, respetando el propio ritmo y teniendo conciencia de que el proceso es largo y el cansancio y la incertidumbre forman parte de él. A menudo, durante los primeros años, hay días que cuesta salir de la cama y eso asusta, nos da la sensación de que no avanzamos, que volvemos a estar como al inicio, por eso es bueno contar con ayuda terapéutica.
-¿Qué atención presta el sistema sanitario público a estos casos?
-A nivel global no puedo responder, porque no lo conozco, pero sí creo que hay hospitales que están en contacto con grupos de apoyo en procesos de duelo, y también las Unidades de Cuidados Intensivos se están humanizando cada vez más.
-¿Cómo puede ayudar la familia y los amigos a unos padres para los que no hay consuelo?
-Durante las primeras horas, en el tanatorio, las palabras, las frases hechas, no suelen reconfortar. Consuela más el silencio amoroso, un abrazo sentido, una mirada tierna, afable. Luego, durante los primeros meses, mientras nos encontramos en una especie de estado de shock, la compañía silenciosa, sin imposiciones, la mano que te sostiene mientras lloras, sin evitar tu llanto, es un bálsamo.
-¿Influye a la hora de afrontar el duelo las circunstancias de la muerte?
-Sea anunciada, tras una larga enfermedad, o de repente la muerte de un hijo nos deja sin tierra bajo los pies, fuera de la vida, con un vacío enorme. Nuestra realidad se rompe y hay que volver a renombrarlo todo.
-¿Nuestra sociedad vive de espaldas a la muerte?
-De la muerte se habla poco y de la muerte de un hijo, mucho menos, aunque, por suerte, las cosas están cambiando. Cada vez hay más profesionales especializados y asociaciones de duelo que sirven de gran ayuda, son un buen soporte. A todos nos gustaría que la muerte siguiera un orden cronológico, que muriéramos los muy viejecitos primero, pero la realidad es que cada día mueren niños, adolescentes, personas que no están ni a medio camino de la esperanza de vida. Es así. Todos tenemos fecha de caducidad y vivimos, a menudo, como si fuéramos eternos. A mí, la certeza de la muerte me impulsa a agradecer cada nuevo día, a no dar nada por hecho, a decirles a las personas que quiero que las amo, a pedir perdón tantas veces como me haya equivocado. No quiero morirme con una mochila repleta de palabras amorosas sin decir, de desencuentros sin resolver.
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