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Américo Castro, un gran historiador andaluz que renovó la comprensión de la formación de España a partir de la complicada convivencia medieval entre cristianos, moros ... y judíos, venía a distinguir tres estratos de realidad histórica. En primer lugar, la multitud de cosas cotidianas que ocurren, que son en el tiempo, pero que no merecen ser registradas por el historiador. En segundo lugar, aquellas un poco más destacadas que pueden ser objeto de una narración. (Añado yo aquí que el umbral de ese «merecimiento de narración» es el periodismo, que cada día valora si un contenido «es noticia» por su relevancia social, lo que no quiere decir que siempre acierte. Y por tanto el historiador de lo narrativo es como un periodista mejorado con más documentación, menos prisas, más fundamento en conocimientos auxiliares, y una audiencia más prevenida).
Y en tercer lugar, están aquellos procesos históricos que Castro comparaba a las cimas de una cordillera, porque son acontecimientos que abren nuevas etapas, que suponen respuestas a grandes retos, y que van marcando la biografías de esos 'nosotros' que son las comunidades humanas; tales contenidos son lo propiamente 'historiable'.
Si con este somero esquema nos dirigimos a la historia de Cantabria del último siglo y medio y preguntamos por nuestro 'historiable' específico, por aquello que es cima debido a su señalamiento de nuevas formas de vivir, creo que estaríamos de acuerdo en que el descubrimiento de Altamira por Sautuola, los veraneos regios alfonsinos, la expansión de la vaca holandesa y las industrias lácteas asociadas, la construcción de Valdecilla, el asentamiento de industrias vinculadas a la riqueza minera o intereses del estado, la urbanización, la consolidación del turismo estacional, la universidad internacional de verano y la nacional de invierno, y todas las mejoras de comunicaciones acudirán rápidamente a nuestras mentes.
Han sido todos estos procesos o bien contribuciones desde Cantabria a la cultura con mayúsculas, o bien maneras nuevas (a veces ciertamente destructivas) de relacionarnos con la naturaleza, o el ser nuestra región plataforma destacada y proa de algún aspecto institucional de la vida española.
Por ceñirnos a estas tres categorías en las que se juegan nuestras historiables cimas, podemos considerarnos hoy en el inicio de una etapa de fruición cultural y científica de gran alcance, si nuestra clase política tiene la delicadeza de no estropearlo; hemos de sentir inquietud por nuestro desorden en la relación con la naturaleza, con un campo agónico y despoblado, inconsistencia en hacer sostenible la industria y la minería, o en promover energías limpias, o en culminar infraestructuras urgentes; y hemos de aceptar que el sustituto funcional de Alfonso XIII, en cuanto agente institucional que nos confería una temporal «capitalidad», no existe aún, 87 años después de su partida.
No tengo receta a mano, pero es un aspecto sobre el que conviene cavilar. Perdimos esa 'historiabilidad' y no hemos vuelto a tocar cima. En cultura prometemos, en naturaleza renqueamos, y en institucionalidad es noche de novilunio.
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Ana del Castillo
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