Tras el drama del viaje y con la mente puesta en su país, El Diario acompaña en su día a día a las familias ucranianas que se han instalado provisionalmente en el albergue de San Vicente del Monte
Álvaro Machín
Santander
Domingo, 20 de marzo 2022, 07:43
Las casas de San Vicente del Monte, un pueblo con 190 habitantes al que se llega después de muchas curvas, son un ejemplo de arquitectura regional. Lo son de verdad, no como las que se mantienen en pie y coloreadas para las fotos de los turistas. Es un puebluco. De los que, al llegar un jueves de marzo a las nueve y media de la mañana, salen tres o cuatro perros ladrando casi hasta la puerta del coche. Tiene el encanto de Cantabria. Hay bolera, una plaza dedicada al que fue maestro del pueblo y, al lado, otra en la que han puesto un polipasto –un artilugio de toda la vida para elevar cargas pesadas (tiene que salir una vecina a explicarlo, porque el que escribe no tiene ni idea)–. Hay lavadero y una pista deportiva con unas vistas maravillosas del valle. «Sí, el albergue está allí mismo. Por entre esas dos casas te metes y lo ves». Lo dice una vecina que afina mucho más que cualquier GPS. En la segunda planta de ese edificio, por una ventana abierta, se escucha hablar, pero nadie en el pueblo entendería nada. Desde el 8 de marzo, San Vicente tiene 199 vecinos. Nueve más, de Ucrania. Para ponerse a salvo. «Pasan las dos crías corriendo y, la verdad, da gusto verlas».
Las dos crías son Yulia y Anna. Las hijas de Valentina, que hasta hace poco trabajaba en Kiev en una oficina de atención al ciudadano del Gobierno. Andan desayunando. Anna, que es puro nervio, lo mismo está sentada haciendo los deberes que, al rato, se baja corriendo del tejado porque su madre pone cara de reñir. La niña toca el violín y juega al ajedrez (ya la han llevado a un club de Cantabria y, según cuentan, tiene nivel). Hay mucho músico en esta familia a la fuerza (entre ellos no se conocían antes de venir). Bogdana y Yaroslav, dos adolescentes, tocan el saxofón y andan buscándoles plaza en un conservatorio. Son los hijos de Victoria, ingeniero industrial de 45 años recién cumplidos. En la sala, comedor, salón, aula, cocina del albergue, su hogar desde hace dos semanas, aún cuelga un cartel de 'Feliz cumpleaños' junto a cartulinas con mensajes de bienvenida en español y ucraniano. Gente a la que apenas conoce le organizó una fiesta. «Mucha gente». Victoria habla mucho y muy bien. Y no es extraño que pronto aprenda español. Anda repitiendo todas las conjugaciones del presente de indicativo de los verbos tener, querer, ser y estar que están en unas hojas sobre la mesa. En eso la mejor es Alina, una cría de quince años que en Ucrania ya estudiaba algo de español. Ha cambiado tanto su vida que ahora le corrige los ejercicios a su madre, Tatiana, que trabajaba en un almacén haciendo un poco de todo (empaquetar, clasificar, limpiar...). Oksana, subdirectora de un centro comercial en su país, es la única que ha viajado sola. Tiene un hijo de 19 años con el que habla todos los días. Tuvo que quedarse allí (igual que los padres y maridos de todo el grupo). Oksana tiene una sonrisa contagiosa y, cuando explican cómo se han agrupado en las pequeñas habitaciones con literas del albergue, cuenta con cariño que comparte cuarto con Victoria y sus hijos.
Las visitas, que han sido permanentes durante estos días, los trámites y las clases de español para adaptarse ocupan la mayor parte de su jornada
Para saber todo eso de cada cual es imprescindible que llegue María. Rusa, 46 años y vecina de Cabezón, donde da clases de su lengua natal. Hace de profesora, de traductora, de confesora... Y lo hace muy bien. Cuando aparece por la puerta, a todos se les ilumina la cara. También a Enrique Bretones, alcalde Alfoz de Lloredo, y a Lorenzo González, alcalde de Valdáliga, que se han pasado a saludar y a ver si necesitan algo (los dos ayuntamientos han unido fuerzas junto a numerosos voluntarios y a la asociación de empresarios que organizó el viaje del grupo de ucranianos desde Polonia).
Esta larga descripción del lugar y las personas que han llegado a San Vicente es ya un avance del objeto de este reportaje. Saber cómo son los primeros días en Cantabria de los refugiados ucranianos que se han establecido, por tiempo indefinido, en la región. Su vida en las últimas semanas ha sido como una mañana en el tambor de una lavadora con el programa largo. Y ya no por lo que dejaron atrás –ya habrán leído cientos de historias– o por el viaje que les trajo aquí –otras cientos–. Ni siquiera por un estado de preocupación permanente que intentan disimular. Eso se da por descontado. Desde que llegaron, su tiempo está ocupado en atender con todo el agradecimiento del mundo a la larga lista de personas que les visita queriendo ayudar (no hay que olvidar que han llegado con lo puesto y que sus ahorros o sus medios de vida están –lo que quede– inmovilizados en Ucrania), en aprender español a la carrera con clases y deberes para integrarse, en mantener el contacto permanente con sus familiares en Ucrania, en seguir –los críos– con su educación a través de internet y en ir arreglando todas las cuestiones burocráticas que es necesario solventar. Todo eso, más allá de las cosas que toda familia hace en su casa. Cocinar, limpiar, organizar la despensa... Vivir el día a día. Porque los nueve funcionan, de algún modo (y con fecha de caducidad), como unidad familiar en un lugar desconocido de un día para otro.
En detalle
A partir de ahí, los detalles. González y Bretones explican que lo más inminente es escolarizar a las pequeñas y encontrar instituto para los mayores. También andan con la búsqueda de conservatorios, de equipo de ajedrez para la chavalina... Y de todo eso dependerá también su siguiente mudanza. Ellas se encogen de hombros cuándo les preguntan dónde van a ir. Con alguna familia, a algún piso compartido...
El miércoles fueron a Santander a arreglar papeles. Tres de ellas salieron con un permiso de residencia y trabajo por un año. Hay pequeños milagros. A Tatiana, por ejemplo, le ha salido ya un trabajo en el pueblo. En una casa. La visita a la capital fue un soplo de aire fresco. Subieron al faro y lo cuentan encantados. El día anterior les pusieron 'Santander, la marinera' y ahora, cada vez que les dicen Santander, responden casi por inercia: «la marinera». De San Vicente hablan maravillas, pero hay que entender que la mayoría está acostumbrada al bullicio de Kiev.
Se trabaja para escolarizar a los menores, buscar conservatorio para sus estudios de música y hasta equipo de ajedrez para la pequeña Anna
Salen a pasear por entre las casas del pueblo y van saludando. «Hola», «muy bien»... Lo poco que ya dominan. «Son gente encantadora. Yo las veo cuando voy a tirar la basura y nos saludamos. Les he dado el patinete de mi nieta para las crías», dice una vecina. Ellas –las madres– devuelven el cumplido. «Son muy amables». Se saben ya los nombres de Begoña, de Cari... Con Ángela y Edu, un chaval que es una institución en el pueblo, se palpa una relación especial. Está muy pendiente de todos. «Estuvimos trabajando con mucha gente en la recogida de alimentos y en acondicionar el albergue, que llevaba dos años cerrado. Hubo muchas personas que querían colaborar. Tanto, que tuvimos que frenarlo un poco y decir que no sabemos lo largo que puede ser esto y que hay que dosificar. En dos horas, para que te hagas una idea, habían traído 130 litros de leche».
María, traduciendo, explica que los vecinos les han llevado a ver los huertos, el pozo, los animales... «Cabra», «oveja», interrumpen partiéndose de risa. Les llevaron a Cabezón, van a visitarles, les preparan bizcochos... Comieron cocido traído de Casa Cofiño y Yaroslav, que es un chavalón enorme, se levanta de la clase un momento para coger de la despensa un sobao de El Macho.
Hablando de comida, salvo el desayuno –que cada uno va a su ritmo–, lo demás es compartido. Han distribuido las mesas del albergue en dos grupos. «Uno para estudiar y otro para comer y cenar», cuenta María. Cocinan las madres y, aunque han probado cosas nuevas, tienen todo lo que necesitan –salvo arenques salados en aceite– para seguir preparando sus recetas. «Nos queda ensaladilla y sopa de remolacha que hemos hecho ayer», explican cuando se va acercando la hora del almuerzo. Es el Borsch, tan típico que Victoria cuenta que está en proceso de convertirse en patrimonio nacional del país.
Empezarán a preparar todo al acabar la clase. «Sé inglés, ruso, ucraniano, algo de alemán... Y si nos callamos aprenderé español», bromea Valentina mientras una de sus hijas, Yulia, juega con abalorios para hacer pulseras. Bogdana se pone colorada cuando le piden que saque el saxofón y Anna, saltarina, corre por un pasillo casi cantando «yo no voy a tocar el violín».
María pregunta a los adolescentes cómo lo llevan. Amigos, entretenimiento... Internet y el móvil son un flotador en el océano. Es eso, la bici, las clases... De televisión, poco. Eso sí, a través de los ordenadores siguen las noticias de Ucrania. Y a lo largo de la mañana, a cada rato, se levantan para hablar por teléfono, para ponerse ante un portátil. Un hilo irrompible con su vida.
¿Qué tienen previsto para esta tarde? «Pues hoy –el jueves pasado– tienen una misa a las seis por el padre de Victoria, que murió hace poco (era un hombre mayor y falleció de muerte natural). El cura se ofreció a hacerlo». Ellos son ortodoxos y será una ceremonia católica, aunque a ningún Dios le molestaría algo así. Luego, les han dicho que les van a llevar jamón para cenar (y eso ya saben que es cosa buena).
–¿El peor momento llega por la noche, la hora de pensar?
–Por eso dormimos los cuatro juntos en una habitación.
Oksana –la que está sola– lo ha dicho en broma, pero no tanto. Victoria sale al paso y asegura que «estar todos juntos es un apoyo en estos días, que en común es más llevadero». Que cuando cada uno vaya por su lado será, posiblemente, más complicado. Y vuelve a repetir, una vez más, que están «muy bien atendidos» justo cuando Edu entra por la puerta para ver si hace falta alguna cosa. Es la hora de comer. Alina –la que más español sabe, aunque por timidez tarde un buen rato en demostrarlo– suelta casi del tirón que su cumpleaños (cumplirá los 16) es el 3 de abril. Hay ilusiones que ni una guerra.
Fuera, Yulia y Anna, las dos pequeñas, andan correteando por el pueblo. A las crías ya no les ladran los perros.
«Bien, muy bien. Son muy majas y no dan nada que hacer»
Delfín aparece entre las casas con las botas de goma de andar entre el ganado. Duncan, que se deja acariciar y que tiene toda la pinta de estar en celo, va delante y no ladra cuando se topa con el grupo. La comunicación a veces necesita de bien poco. «¿Qué? ¿Bien?». Ellas sonríen, asienten con la cabeza y está todo dicho. Y de paso le hacen unas carantoñas al perro. «Por aquí suelo ver a Valentina con las niñas jugando con los patinetes», dice otra vecina. «Van al parque a jugar. Bien, muy bien. Las saludo cuando voy a tirar la basura. No dan nada que hacer», comenta otra. De Kiev a San Vicente del Monte. Un cambio radical para ellos y una novedad para unos vecinos que se han volcado con sus nuevos habitantes. Hasta que dure, aquí habrá un vínculo de por vida. Un vínculo muy humano.
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